Clementine

Estaba en
Sydney.
Eran tiempos de descubrimiento y locura
de desesperación.
Conocí a Clementina
y le pedí matrimonio.
Después se lo pedí a Branca
con su pelo rubio rizado
y su sensualidad brasileña
tan tópica…
a quien conocí en un bar
donde solía ir a socializar
o bailar
o beber
o charlar
o sentirme un poco menos solo
de lo que me había sentido
en toda la vida.

Ellas eran preciosas
y yo un incauto
un inocente preadolescente
de casi 30 años
a quien le quedaban por llegar
los mejores días de su vida.

Pero su risa y sus besos
fueron algo divertido
que me hicieron crecer
que me hicieron creer
que me hicieron crear
que me hicieron croar.

Y la rana dejó de lado al aburrido
príncipe
y voló
con ancas de porcelana
por encima de las nubes
hasta llegar a sus labios.

¿Quién contestaría hoy ese teléfono?
¿Cómo sería mi vida si ella
(alguna ella)
hubiese dicho que sí?

Branca nunca dijo que no
pero siempre he tenido
demasiado claro
el consentimiento.

Y Clementine…
ay… ¡cuánta locura!

Esto no es una broma