Pruebas de páginas de impresora nueva

Tener Linux y cambiar de impresora es algo tedioso, porque siempre falta algún driver que hace que no sea tan fácil como dicen que es. Por otro lado, lo de instalar una impresora que se conecte por wifi puede ser una maldita locura, sobre todo si se trata de la conexión «simple» por WPS, pero afortunadamente la última impresora que hemos tenido que adquirir para sustituir a una Canon PIXMA que no ha funcionado nunca muy bien, permite conectarse sin hacer uso de esa presunta utilidad.

Después de instalada y conectada a la red, toca hacer las distintas pruebas de impresión desde todos los dispositivos que suelen usarla, que son principalmente nuestros dos equipos de sobremesa (que realmente están «bajomesa») y un móvil, por si alguna vez se quiere imprimir sin abrir un PC, o si deja de funcionar el driver de turno en Linux (cosa que ocurre con más frecuencia de lo que desearía cualquiera). Son hojas que me gustan mucho, aunque no tengan más que imágenes y textos técnicos orientados a probar las distintas capacidades de la impresora, pero también contienen algo de información técnica que suele ser conveniente almacenar.

Varias pruebas desde un Linux Mint 18.3 (mío) y un UbuntuStudio 18.04 (Carmen), así como desde una APP del móvil:

Esta copia es la impresa desde mi Linux Mint con el driver ippeve.ppd el martes 14 de mayo, cuando nos llegó para sustituir a la que teníamos rota.

Esta copia es la realizada tras instalar el driver del fabricante, que curiosamente funciona mucho peor que el proporcionado por Linux de manera «natural». En ella queda información sobre la IP que le asignó (y reservé posteriormente por MAC ADDRESS) el router.

Terraza en condiciones especiales

El miércoles de la semana pasada me atreví a salir después de casi 80 días sin hacerlo. Carmen estaba paseando en la franja horaria autorizada, entre las 6 y las 10 de la mañana. Yo no había salido más que un día (7 de mayo) para dar uno de esos autorizados paseos y aproveché para acercarme al estudio de Costanilla. A la salida nos encontramos con Jaime, quien había pasado unos días muy malos y resultó bastante duro no poder abrazarle. Por otro lado, mi excesivo análisis kafkiano de la imposibilidad de cumplir con unas normativas, que se quedan obsoletas según las van creando, en el corazón de una ciudad tan densamente poblada como es Madrid, hizo que pasase un rato más desagradable que esperanzador, así que volví a la reclusión absoluta, mientras Carmen más o menos 3 días por semana sale a darse un paseo y compra alguna cosa para comer.

A las 10:00 me encontraba más o menos bien de la alergia (ya me gustaría escribir estoy hoy también) y no me dolía nada… así que llamé al móvil de Carmen que casualmente lo llevaba encendido y lo oyó. Le propuse que a la vuelta se acercase a Mesoneros Romanos y viese si había sitio, justo al lado de nuestra casa, para desayunar en la terracita.

Me pergeñé con la mascarilla y algún papel de usar y tirar para abrir puertas, si era preciso, así como el monedero y la cartera, que estaban durmiendo una larga siesta de 80 días junto al termostato.

Bajé las escaleras sin tocar los pasamanos, abrí el portal con uno de aquellos papeles prescindibles, salí a la calle y caminé los 40 metros que me separaban de la mesa de la terraza cruzándome con un hombre ebrio y hostil, una parejita que venían en dirección contraria a la mía y llegué a donde Carmen estaba esperándome, en una mesita cuadrada, metálica, que no quise saber en qué grado estaba contaminada con virus, amén de intentar no tocarla para no contagiarla con mis posibles portes.

Se acercó el camarero tras su mascarilla protectora y sus guantes negros para preguntarnos qué queríamos desayunar. No tenían porras. Tuvo que ser una tostada de tomate y aceite, pero daba igual. El caso era estar fuera de casa.

Diferentes personas, diferentes actuaciones: algunas con mascarilla, otras sin ella, algunas paseando perros, otras yendo o viniendo… y una sensación extraña como de postapocalipsis me invadía. Tenía ganas de volver a casa, no estar ocupando una de las preciadas sillas durante más tiempo del preciso para desayunar, que para mí siempre es mucho más que el preciso para desayunar.

Nos hicimos esa foto para ilusionar a mi familia, pero a mí me resultaba desoladora.

No quiero salir así. No lo necesito tanto y me agobia pensar que estoy haciendo algo inapropiadamente o ver que hay gente a quien no le preocupa o, sencillamente, viven más relajadamente un estado que yo vivo como Kafka en El Castillo.

Así que he decidido escaparme de la novela y pasarme a ser un pixel, como tantas otras veces en mi pasado. Se me da bien hacerlo.

Poema decaído

Un poema decaído
sobre un teclado decaído
apenas aspira a rozar el sueño decaído
de un poeta decaído
de dejar de ser un poeta decaído
para pasar a ser un ser humano incluso decaído
después de no ser un ser humano ni ser ni humano y tan solo decaído
con un montón de palabras hueras como pueda serlo un adjetivo tan decaído
como para ponerle fin al mundo completamente decaído
en una pandemia global en la que el ánimo decaído
es la mayor hazaña de la que podemos hacer gala o alarde decaído
en mitad de un luto decaído
por tanto humano decaído
o sencillamente
caído.

Esto no es una broma