El papel
refleja la luz
que golpea protones insatisfechos
en mitad de un vacío lleno de todo.
Los fotones incidentes
imponen su lluvia de fuego
ante la imposible barrera
de electrones.
No son más que ondas.
No son más que partículas.
Casi no son por no definirse.
Pero ahí están
aunque ese ahí sea tan esquivo
como la nieve del monte Fuji.
El té va enfriándose a mi lado
con browniana agitación
y unas estrellas estampadas sobre la taza
me recuerdan que yo quería hablar
de los colores de las cartulinas
con las que emprender las cubiertas
de los próximos libros
y de lo ridículo que me siento
por pensar que algo así importa.
Nada.
Nada importa.
Pero no saber elegir una buena portada
me obsesiona.