Esta es mi huella digital (y seguro que es un riesgo inimaginable desde el punto de vista de seguridad compartirla en internet).
Está arrugada, como corresponde a la edad. La deshidratación y la oxidación se dan la mano en este dedo.
Surcos espirales que no van a ningún lugar. Recorrer esos surcos (o acaso es un único surco espiral) podría generar un concierto sorprendente.
El colmo de mirarse el ombligo sea, quizá, mirarse la huella digital.
La huella digital es paradójicamente analógica.
Esta fotografía de la huella digital es digital.
Esta huella no es una huella. (Podríamos concluir)
¿Es huella de carbono?
Pues en parte sí: el carbono de la química orgánica que me compone.
La huella digital de almacenar esta fotografía de la huella es difícil de calcular y, además, variable.
Todo mi cuerpo es una huella digital de mí mismo. Mi yo conmigo a todas partes.
Los pliegues de la superficie del dedo son dunas de un desierto en miniatura.
Surcos de una era de otra era, que dejan en el asombro versos de células muertas.
La sombra de la huella no tiene dudas sobre su forma o color.
El dedo sí.
No señalo la ausencia.
Pero ahí está: ausente.
Todas mis miradas acaban en el foco de la yema del índice.
Desde ahí parece emerger un rayo de tinieblas.
Se acabó.