Pequeños pedazos de papel arrancados de libretas en las que escribíamos y dibujábamos como si nos fuese la vida en ello. Era la época de los 90, cuando retomé una adolescencia que no había existido y me enamoré del mundo y sus habitantes.
Algunos textos no los reconozco, como si sus letras y su contenido hoy me fuese demasiado ajeno para recordarlo, esas referencias a los autobuses, un timbre, ese tono de siglo XX, una firma «Francisco correturnos» que no sé quién era. Qué extraño no querer tirar a la basura este papel.
Una carta de amor abierta de Beatriz, seguramente la hermana de mi querida Raquel, a quienes quise tanto y que tanto influyeron en mi vida, más allá de darme el nombre que hoy me habita.
Corría el 7 de julio de 1995. Yo me iba a algún lado. Seguramente me fui a Sidney. Continué en contacto con Beatriz, pero no lo retomé seriamente a la vuelta. Quizá la adolescencia tenía que ser dejada de lado, dejada atrás. Pero hoy me gustaría saber qué fue de ella. No puedo recordar su apellido. No creo que tenga muchas formas sencillas de localizarla.
A quien sí he vuelto a ver es a Patricia, pero ella ya no es quien era. Ni yo soy quien fui.
Aún recuerdo su cuerpo… pero ya no es su cuerpo. Su risa sigue siendo su risa. Sus ojos empequeñeciéndose sobre sus mofletes.
¡Qué divertida palabra esta de moflete!
Poco a poco, la vida me conduce al olvido paulatino de todo pasado.
Dicen que en la vejez se recuerda.
A veces,
solo a veces,
quiero llegar a viejo.