Llego a la clínica.
Al otro lado de la calle.
Al otro lado de la parada del autobús.
Al otro lado de un mundo que no sabe que allí se teje tristeza.
Espero en recepción a que la secretaria
bastante parca en palabras
me pregunte
cada día
que qué quiero
y yo le responda un lacónico
Domínguez.
Busca entre las fichas
sin levantar nunca la mirada
hasta que encuentra
mi menguante cuadrícula
cuyas casillas van rellenándose
con mi firma
que
cada día
es diferente.
La recepcionista o secretaria
llamada Carmen
viste con una chaqueta
roja
en contraste con lo que denominan
pijamas verdes.
Me adentro.
A la derecha cubículos
privados
donde una puerta entreabierta
deja entrever
entreveradas carnes
procesadas
por máquinas
de ultrasonidos
de microondas
de gelatina hirviendo.
Tras el pasillo
ojos apagados
paredes blanquecinas
cuatro camillas
dos camastros con cilindros magnéticos
sillas desperdigadas
armarios metálicos
colchonetas que simulan cuero negro
un par de barras paralelas
sujetando habitualmente un par de bolsos.
Al fondo
un cuarto de baño
junto una pareja de percheros
donde mi abrigo pesado
comba su sostén.
Retro
cedo.
Vuelvo a la primera de las sillas
desperdigadas
que me espera
bajo unas poleas
donde cuelgan mis brazos
haciendo esfuerzos
por alargarse
hasta recuperar
la elongación
de la que eran capaces.
Mis ojos
también apagados
buscan los de Patricia
o
los de Eulogio
escondidos tras unas gruesas lentes
y una esquiva sonrisa.
En algún momento
cruzo buenos días
cruzo hasta mañana
cruzo hola
con alguna persona
que entra
que sale
que sabe
que ese es un lugar perentorio
como todos.
Eulo me indica.
Le sigo.
En alguna cabina
un ingenio
es posado en mi hombro
apuntado sus rayos antiletales
contra mi ánimo.
6 minutos.
Intento pensar en algún proyecto en marcha.
Intento pensar en alguna tarea pendiente.
Intento pensar en recetas de comida.
Intento pensar en algo
distinto a estar mirando
el cronómetro del dispositivo
distinto al momento presente
en el que escuchar conversaciones ajenas
al otro lado de endebles plaquetas
de algo parecido a la madera.
1 minuto.
El tiempo pasa curvilíneo en esta sala
donde la puerta entornada
protege mi torso desnudo
de ojos apagados.
Escudriño el espacio
en busca de otra silla
de las desperdigadas
donde esperar
la muerte
y a Eulo
o a Patricia.
Unos días uno.
Otros días otra.
Patricia me hace una señal
para indicarme
que soy el siguiente
en su camilla.
Retira el fragmento de rollo de papel-tela
que ha sido extendido bajo la anterior persona.
Lo envuelve en un gesto
casi maternal.
Extiende un nuevo fragmento de rollo de papel-tela
que será extendido (sudario anticipado)
bajo mi cuerpo
boca arriba.
Intentos de torpe conversación.
Recuerdo
para mí mismo
que siempre seré
el adolescente individuo asocial
que ha aprendido a vivir como si no lo fuese.
Soriana simpática.
No conozco las fronteras de Soria.
¿Cuáles son las provincias limítrofes?
¿Cómo se llega?
¿Hay estación de tren?
Su tratamiento
es cuidadoso
pero me duele el alma
(en realidad me duele el hombro)
cada vez que intenta rotaciones
contra un maltrecho supraespinoso
o un manguito rotador
que se ha quedado en manguito.
Pone el cuerpo en juego.
El mío está en jaque.
De mis ojos
apagados
se escapan lágrimas.
El dolor…
Termina con una relajación
estirando mi brazo izquierdo
averiado
en oblicuo
de unos 30 grados con la horizontal
de unos 45 grados con la vertical
(mi columna vertical horizontal).
Me incorporo
agradecido
por su dolor
por la contención de su dolor
por su paciencia
con el paciente.
Busco otra silla
de aquellas
sí
desperdigadas
para volver a esperar.
Eulogio corretea
de una persona a otra
como abeja primaveral.
El robot
de onda corta
tiene el brazo muy largo
y las piernas muy gordas.
Contra el acromion
deposita cabezal radiante.
Bajo claraboya piramidal
cuadrada
el sol se cuela en la sala
o las nubes se lo impiden.
Las sombras trapezoidales
crean mosaico irregular
de blanco y gris.
Un firme pitido
indica conclusión.
La impaciencia marca mi única conclusión:
Concluirá.
Concluiré.