Cada día que veo cómo se va electrificando innecesariamente la publicidad y se nos sigue pidiendo contención en el consumo energético, me irrito y siento que hay un mundo que cada día va más a dos velocidades, la de quienes pretendemos mejorarlo y la de quienes pretenden mejorar. Sin lo.
Es terrible que para mejorar haya que empeorarlo. Este síntoma obvio de enfermedad sistémica no parece desatar enojo en la población que pasea junto a los carteles retroiluminados de marquesinas, de fachadas de centros comerciales, etc…
Y se nos repite que «el calentamiento global…» como si fuese cosa nuestra o estuviese en mi mano, gracias a tener 3 cubos de basura de colorines en mi casa, arreglar un desaguisado claramente estructural.
A veces, yo también quiero «mejorar», así, sin más, sin «lo». Sencillamente, vivir mejor. Y parece ser que no me queda otra que aguantarme con mi moral de sacrificio, moral cristiana, casi diría, subyugado al deber, al categórico kantiano, negándome a permitirme ser parte de ese otro mundo que, a otra velocidad, cada día se aleja más.