Será que mañana tengo que coger un avión (tomarlo, como decís vos), el caso es que me puse a pensar en ello y en el miedo que le tengo a los aeropuertos. Sí, porque a mí no me asustan los aviones. Al fin y al cabo, lo único que puede sucederte es que se quede sin fuel o que se escacharre y entonces, ¡chof!, se espachurra contra el suelo como un huevito pisoteado por un elefante. Ya ves, sabes perfectamente lo que te va a pasar en un avión: o llegas o no. Pero los aeropuertos…
Yo te lo dije muchas veces pero nunca me hiciste caso. Creías que te iba a pasar algo en un avión, pero tenías que volverte, casi como con la frente marchita, casi como si no hubieses venido, casi como saliendo de mi vida en una ventanilla triste, plagada de policías en una terminal absurda. ¿Te pasó algo en el avión?. No. Ya te había pasado y te habría de pasar, pero nada; en el avión no te pasó nada. Dormiste como una pequeña, como una cría.
Luego de llegar a casa, me enviaste un mail. Yo me moría por tener noticias tuyas. El maldito aeropuerto frío había absorbido tus lágrimas rodadas. Te quemaste en ese momento. Te quemaste ante mis ojos en un instante sin que yo pudiese hacer nada. Tu vida fue segada, tu vida fue mordida por las malas leyes que te robaron de mí. Te apartaron, te me muriste allí mismo y yo no supe qué hacer.
¿Te acuerdas de cuando te conté lo que me pasó en el aeropuerto de Bangkok?. Estaba lloviendo y tú ibas vestida de azul. Te sentaba muy bien el azul. Hacía juego con tus ojos y sabías lucirlo. Eras coqueta aunque parecía que nunca hubieses pretendido serlo. Estábamos sentados en el bar que te gustaba en Malasaña, en el que pinchaban siempre esa música que te traía recuerdos de tu tierra. ¿A que ya te acordás, boluda?. No te enfades porque te llame así. Venga, tonta, no te enfades. ¿Te acuerdas ya?. Yo había conocido a un tipo (creo que se llamaba Miguel) en el vuelo de vuelta desde Sydney y me pidió que le ayudase con el idioma. Se le veía tan desvalido. Y tú no me digas nada, porque sé que habrías hecho lo mismo, ¿o no?. Bueno, pues lo que te decía, cómo iba yo a saber que el pobre hombre tenía problemas de corazón. Llegamos con retraso para hacer el transbordo en Bangkok para agarrar el enlace. Teníamos no más de una hora para recorrer andando todo el maldito aeropuerto y yo no hacía más que oír por megafonía la última llamada para el vuelo 571 de la Thai, destino Madrid. Miguel no se enteraba de nada. Menos mal. Yo corría como loco pero él no podía seguirme. Sacaba la lengua cada tres pasos y me decía “¿queda mucho?”. Si yo hubiera salido corriendo podría haber llegado al vuelo, pero no podía dejarle así, ¿lo entendés?. Tuve que ser un buen samaritano y ayudarle con las maletas; pero así era peor porque entonces ya no podía separarme de él. Estábamos completamente vinculados, encadenados, con un destino sincrónico. Cuando alcanzamos el control aduanero, junto antes del embarque, yo ya había dado por perdido el avión, pero él aún tenía esperanza y casi me empujó, ¡de verdad!, casi me tira al suelo. Los policías no dijeron nada y sólo me cachearon rápido y me dejaron ir. Estaba tan nervioso que me temblaban las piernas. Había andado unos pasos cuando volví a acordarme de Miguel.
Él estaba en el suelo unos metros más atrás. Al parecer, no se había dado cuenta de advertirles o no supo decirles que llevaba un marcapasos y que interferiría con el control. Se cayó entre mis dedos como una hormiga. Los guardias pidieron que me apartara si no tenía nada que ver con él y yo insistí en quedarme. El avión fue avisado. Me esperaron. Me atropelló una camilla de socorristas. Me echaron y tuve que irme. Yo no quería, ¡de verdad!, pero tuve que irme.
Desde entonces en cada aeropuerto me arrancan algo.
La última vez, un cachito de mí se fue contigo y soy menos persona, estoy menos entero, no sé. Tengo miedo a seguir perdiendo esos cachitos, desparramarlos por un mundo inabarcable. Supongo que no es otra cosa que miedo a la soledad ahora que te me has ido, aunque esté pensando en agarrar un vuelo e ir a verte, llenarte la cabeza de ideas locas, de obras de teatro que serán un éxito, de cine, de ensayos, de risas y amistad; y volveré a contarte el miedo que me dan los aeropuertos, lo que me pasó una vez volviendo de Australia, el miedo que tengo de perderte, el miedo que tengo a encontrarme de frente con la muerte.
Libros
Colección de libros publicados mediante blog. Más información en la sección Libros de la web www.giusseppe.net
Néctar de miseria
Por favor, señores, lo único que pido es que me escuchen, me escuchen y me aplaudan si les complace cuando yo termine de hablar.
De poco les ha de servir este producto que da la felicidad pues espero que ya sean felices. De todos modos y por hacerles pasar un buen rato, les diré que gracias a este bebedizo, cada día estoy más contenta y salgo a la calle con ganas de acercarme a gente como ustedes a ofrecerles la satisfacción de adquirir este frasco de sabor inigualable.
Desde que comencé a beberlo, ya no siento la necesidad de venderlo sino que me lanzo a hacerlo por el placer inmenso que me proporciona.
El escombrero que siempre fue mi casa se tornó alegre y las ratas parecieron faisanes suculentos. El pobre policía que nos desalojó anoche sé que no tendría esa dura expresión si hubiese podido convencerle de que ingiriese un trago de este líquido dorado y fresco.
Ya sólo me quedan estas siete últimas botellas y aunque ustedes hoy puedan no precisarlas, es más que probable que tengan algún familiar o conocido a quien regalar tan singular presente.
Si se sirve frío puede acompañar cualquier instante de soledad y, caliente, ayuda a prepararse para el futuro.
Sin duda alguna nadie les habló antes de este afrodisiaco que despertará polémicas por liberar su sexualidad, su mente, su cuerpo y les hará expansivos sin exceso.
Y por si esto aún no fuera suficiente, sepan que sus amigos comenzarán a apreciarles nada más comenzar su ingestión, sus parejas permanecerán a su lado sin aburrirse jamás y sus hijos, tengan o no, serán comprensivos con sus arbitrariedades.
Así que, ya ven, lo quieran ustedes o no, pueden aplaudirme y reír, jugar a ser niños otra vez, para no precisar la adquisición de mi oferta promocional.
Aplaudan, por favor, no lloren más, y sigan su camino.
Aplaudan o cómprenme algo para que pueda reposar esta noche bajo un techo, ahora que no puedo alimentarme, no puedo regresar al basurero… (pausa)
discúlpenme… (un trago).
Por favor, señores, lo único que pido es que me escuchen, me escuchen y me aplaudan si les complace cuando yo termine de hablar.
De poco les ha de servir este producto que da la felicidad…
Buenos Aires, BA-20010117
Su nombre
He intentado escribir una historia de amor que no lleve su nombre y ha resultado inútil.
A veces me avergüenzo de pensar que puede que ella sea mi primer amor, ahora que tengo 33 años y siento un extraño malestar como de culpabilidad ante mis anteriores experiencias a quienes nunca pude dar lo que ahora doy.
Conocí a Carmen hace ya dos años y medio. Parece que fue hace tanto tiempo y también parece que no es sino anteayer cuando nos veíamos juntos en las clases de teatro donde yo asistía como continuación de mi formación de actor. Formación que, entre otras cosas, por ella fue frustrada.
En las clases nos tratábamos como se tratan todas las gentes de la farándula, con besos, abrazos, un sentido a flor de piel que me hizo descubrir mis sentidos. Había risas y lágrimas, sinceridad por encima de todo y una amistad clara pues no podía ser de otro modo. Ella era mi confidente preferida, alguien por quien sentía una empatía que jamás había sentido antes y le contaba mis aventuras con mujeres a quienes no quería pero que me eran necesarias para sostener mis “pequeños” problemas de autoestima a unos niveles aceptables.
Gracias al sostén emocional que daban a mi vida los pilares de mis amigas, especialmente Sylvia, tenía cubiertos todos los frentes para los que uno crea poder necesitar a una novia, así que era bastante feliz viviendo soltero como vivía.
Creo que jamás había estado más contento con la vida que llevaba que en esa época en la que nada me faltaba y, sin embargo, fue en ese momento cuando entró fuerte a mi vida lo que ahora considero la base de la misma.
Después de un año de clases juntos, llegó un verano en el que nos acercamos hasta un punto en que sabíamos que habíamos transgredido los límites sutiles de la amistad. No sabíamos exactamente cuándo había llegado a dibujarse el horizonte que teníamos delante, pero ahí estaba, como un sol claro y distinto.
Y entonces ella se fue. Tenía vacaciones y las pasó en Cádiz, como otros veranos. Nuestra historia parecía truncarse sin más comienzo que unos dedos sudorosos jugando en la taberna Alfaro, sin más sexo que amenazas de besos en lo oscuro del Botas. Ella se había ido.
Pero yo estaba contento. Seguía contento con mi vida y con mis aventurillas; con mis amigas inmejorables, con decisiones que estaban a punto de revolucionar mi existencia…
Todo estaba, como quien dice, sereno, cuando el epicentro del terremoto tomó forma de postal.
Una postal que conservo en el recuerdo, y en el armario. Sus palabras cálidas y poéticas parecían muy claras, pero, por otro lado, ¿cómo olvidar que habíamos sido compañeros y amigos de clase de teatro?, ¿y si malinterpretaba sus palabras?. Pero la acción y la decisión estaba echada sin que mi consciencia se hubiese dado cuenta. Estuve a punto de no subir a casa, sin detenerme a pensar y salir directamente a Cádiz a buscarla. Afortunadamente, primero llamé por teléfono a nuestra querida amiga común, Lilian, a quien pregunté por Carmen, intentando extraer información. Ella me dijo que posiblemente ya habría vuelto y, entonces, pude replantearme ir a buscarla y no lo hice. Como luego supe, ella estaba en Madrid, pero no se atrevía a llamarme pues tenía que aclarar qué sentía por mí.
El 3 de septiembre de 1999, es decir, en el milenio pasado, ella me escribió un poema por mail que parecía ser muy claro, pero aún así… y yo, con palabras de su poema, compuse otro en respuesta pidiéndole una cita.
Ese lunes siguiente, día 6, a las nueve de la noche yo esperaba histérico a que llegase al Achuri. Tenía un libro en mis manos que no recuerdo, pero sí sé que no podía leer ni una palabra seguida sin levantar la vista anhelante y nervioso, hasta que vi su vestido azul de planetas y sus piernas tangueras. Nuestra charla fue nerviosa y divertida, casi no nos atrevíamos a mirarnos, desde luego, nada de abrazarse y, por si fuera poco, cuando ya todo estuvo dicho, se hizo un silencio espeso de dulce de leche en el que ninguno sabíamos como dar el primer paso. Ella me besó. Yo le respondí un beso y, al día siguiente, un poema con un beso de buenos días a su correo electrónico. Ella me devolvió el beso y nuevos versos en respuesta… y así seguimos hasta hoy, haciendo un libro de besos y poemas, un sueño que se realiza cada mañana, viviendo una cama de lunas y estrellas, un par de colacaos, un kilo de tekieros, terrones de mensajes en el móvil y me siento, sin dudarlo, el hombre más feliz del mundo.
M-20010110
Historias de Sueños
A veces no sé si los sueños que sueño son míos o no, la verdad es que confundo frecuentemente los recuerdos con los sueños, incluso, los recuerdos de sueños que otros han tenido y me han contado. Esto hace que sea incomprensible para mí mismo. También para los demás.
Cuando era joven tenía pesadillas y no podía dormir casi ninguna noche. Esto al menos me hacía darme cuenta de quien era, de lo que me pasaba en la vida, no sé, era algo así como reconocerse vivo, pero ahora, en cambio, siento que el tiempo se escapa entre mis manos y no puedo recordar, no sé si recuerdo… en realidad todo es confuso, como en un sueño en el que sueño que estoy despierto.
De repente una chica me dice algo, pero no, no es una chica, es un chico y me veo rodeado de mi amiga que quiere que me desnude delante de ella y haga el amor con su profesor, el hombre calvo de la esquina que me mira mientras me quito la ropa, ella no para de masturbarse mientras me escupe su indiferencia. Siento que me dice que necesito un poco de valor y pienso que me va a traer mantequilla. No sé para qué quiero la mantequilla, aunque a lo mejor es para follar con el calvo de la polla enorme. No veo su polla. En realidad, no sé si le llego a ver desnudo, pero me despierto completamente empapado en semen y me niego a pensar que ese fuese mi último sueño, como si no pudiese ser que yo fuese homosexual. Pero el tiempo se ha impuesto y ha venido con un sueño que sí es mío, con una pesadilla que no me hace sudar y palidecer y despertarme gritando mamá en medio de la noche.
Ella se despierta a mi lado y sé que ha soñado lo mismo que yo, que sus palabras se cruzan con las mías mientras bebemos el colacao y sus pestañas negras me besan como cada mañana diciéndome que una niña le ha dicho algo, pero que no recuerda lo que es, que su tío está enamorado de ella y le ha preguntado por mí, que estaba justamente al lado suyo y no paraba de temblar, no paraba de imaginar que estaba en mi sueño ayudando a mi amiga a masturbarse, sí, puedo verlo ahora, pero es un deseo, es una fantasía, no es parte de mi sueño y sin embargo está tan claro que confundo la realidad con su sueño, con el de esa niña que le pregunta algo que no recuerda qué es.
Han pasado varias horas y sus lágrimas se han ido a trabajar, sus labios se han ido a trabajar, sus senos se han ido a trabajar y yo estoy en casa, llorando, sintiendo que se pasa la vida sin escribir un sueño pues mis sueños se mezclan con la realidad y la realidad con los sueños de otros y entonces mis sueños se mezclan con los sueños de otros en un claro espécimen de silogismo hipotético. La convulsión de las palabras aflora a mis dedos y se vuelca, entre inconsciente y fisiológica a lo largo del papel que no es más papel que una cuartilla azul entroncada con la eternidad. Se mueven los ojos de un extremo a otro buscando una respuesta y encuentro un despertar tras otro, un día tras otro, un dormir y soñar sueños de otro y me siento vacío y serio, serio y vacío, esperando que llegue por fin el día en que reconozca los sueños como míos, sólo míos y retenga de nuevo y para siempre la firme sensación de estar por siempre vivo.
M-20010124
La conferencia
Hoy tuve que impartir una conferencia. Toda la presentación estaba muy bien organizada y yo me sentía satisfecho y tranquilo, dejándome llevar por mis propias palabras, hasta que mi estómago comenzó a hablar.
Al principio, noté como mis tripas se movían pidiéndome a gritos que acelerase el discurso pues querían intervenir. Yo me llevaba la mano con discreción a mi barriga intentando mantener la calma y apretar el abdomen para que se mantuviese callado. Pero no pudo ser. Poco a poco me veía obligado a hacer menos pausas entre las transparencias no transparentes del power point y elevar ligeramente el tono de mi voz sospechando que mi audiencia podía distraerse.
De hecho, uno de mis compañeros, me miró con una mirada en la que pude leer complicidad y eso significaba algo. Algo se estaba notando más allá de mí mismo. Él lo había notado. Se me aceleró el pulso y la charla pasó a ser arrebatada. Mis palabras apenas eran comprensibles pues se juntaban disparatadamente y los concurrentes se miraban entre sí.
De repente, aprovechando un segundo en que hube de parar a respirar, mi estómago emitió un terrible quejido seguido de un gorgoteo misterioso y cavernoso. Yo quería morirme pero allí estaba, delante de 18 tipos que me miraban comprendiendo, ahora sí claramente, la velocidad de mi exposición.
Como si nadie hubiese oído nada, apreté el botoncito del ratón que daba paso a la siguiente diapositiva.
Me quedé un segundo en blanco y me vi forzado a mirar mis notas acerca de lo que estaba contando. Fue cuando él, mi víscera chillona, volvió a levantar en la sala un alboroto impresionante. Parecía un ruido de otro mundo en cuadrofenía, un estruendo proveniente de las cuatro paredes como para devorarnos.
Los asistentes mostraban sonrisas contrahechas en un intento de no desbordarse en carcajadas incontenibles. Yo, sin embargo, no podía dejar de temblar y cuanto más temblaba, más sonaba mi barriga.
Uno de ellos no pudo aguantar más y dejó que la risa lo invadiese, soltando una de esas risotadas contagiosas que empezó a surtir efecto.
Intenté proseguir con mi ponencia cuando un pantagruélico sonido envolvente procedente del fondo de mi cuerpo les abrazó a todos como poseídos en una mesa de espiritismo y, dándome por vencido, me dejé caer cabizbajo apoyado al proyector.
Ya todos explotaron en un carcajeo generalizado que hacía brotar sus lágrimas por el intento de resistirse contra la naturaleza por un tiempo superior al recomendable.
Uno de ellos, el más vehemente, dejaba ir y venir su cabeza cana hasta que en una de sus sacudidas su peluquín salió disparado contra mí que estaba sumido en la más negra desesperación.
Esto, al contrario de lo esperado, acució las risas de los demás, separándose en agudos alaridos femeninos o graves y penetrantes carcajadas varoniles, provocando que algunos, descuidando totalmente los estribos, sufriesen fuertes ataques de tos.
Incluso otro, en un golpe contra la mesa intentando atajar su incipiente ataque cardíaco, o quizás pretendiendo llamar nuestra atención perdida, dejó escapar un arggg incomprensible mientras el compañero que tenía a su lado buscaba por el suelo su dentadura.
Varios de ellos demostraron las capacidades acústicas de sus ventosidades sin control y, entonces, reponiéndome en completo estado de demencia, me percaté de la armonía de ritmos que me presentaba el campo de batalla e improvisé el resto de mi perorata cantando un aria a la seguridad en Internet.
M-20001220.
Anocheció en tus ojos
Tú me pediste que te contase un cuento antes de dormir y me inventé aquel de la locomotora que iba hacia las nubes con un maquinista que se decapitó y su sangre tiñó el aire de rojo y se llamó el origen del atardecer.
Siempre querías que te contase un cuento y yo lo hacía sin pensar nunca mucho más allá que las primeras palabras y el resto iba surgiendo como traídas de la mano de ese maquinista ciego. Yo aún escribo cuentos y te los relato como si estuvieses a punto de dormir, ya ves si soy estúpido. Sí, sé que en coma no se oye nada, ya me lo han dicho los médicos, pero no puedo creer que no es una de tus bromas. Sigo pensando que vas a despertar y decirme como siempre me decías: “Venga, sigue” cuando yo me iba quedando dormido a tu lado y nos abrazábamos. Ahora no puedo acercarme a ti por miedo a romper uno de estos malditos tubos.
Te dormías como ahora, tan con los ojos cerrados que parecía que no ibas a despertar nunca… y ahora… bueno, tú… seguro que despertarás. Sí, vas a despertar y besarme, te vas a dar la vuelta en la cama y pedirme que te abrace, me vas a pedir que siga contándote el cuento que ya terminé y cuyo final no escuchaste porque estabas ya dormida.
Bueno, vale, te voy a contar un cuento:
– Anocheció en tus ojos – le dijo el perro al gato y el gato le contestó:
– No lo creas, es sólo que estoy pensando. – Pero el perro no lo quería creer y le dijo de nuevo que tenía los ojos negros.
– Tienes los ojos muy negros.
– No te creas, es sólo que anocheció y todos los gatos somos pardos. – El perro se empezó a poner nervioso porque no estaba acostumbrado a que le llevase la contraria un gato y gritó:
– ¡No me contradigas!, tú eres un gato tonto que no sabes nada de los animales.
– No te creas, – contestó este – lo que pasa es que tú eres un perro ciego y hasta hoy nadie te lo ha dicho. – El perro estaba completamente fuera de sí y saltó hacia el gato para aplastar su insolencia de un zarpazo, pero el gato se apartó y el perro… ¡cataplás!.
¿No te acuerdas que este cuento ya te lo conté ayer?. ¡Qué ironía que te cayeses de un ferrocarril en marcha!. Dime, ¿de verdad que no viste la señal de peligro junto la portezuela?. A veces creo que tenías ganas de que dejase de contarte cuentos tan malos… pero eso no justifica que te tirases del tren. Lo del tren no lo hiciste aposta, ¿verdad?. No, eso ya es ser muy mal pensado y no creo que tengas tan mala idea. Aunque tu broma de veinte días ya está durando demasiado… Por favor, despiértate y dime que siga contándote el cuento, dime que me estabas oyendo y todas las cosas que me decías antes de olvidarme y decidir por tu cuenta ese abandono cruel. Dime ahora mismo que me quieres para que yo quiera seguir viviendo hasta mañana y vea el despertar en tus ojos, en donde anocheció.
M-20001227
La rebelión
Ha entrado un homeless a este café y ha gritado – ¡Todos al suelo! – y nos hemos tirado con las panzas llenas y temblando. Ha disparado seis tiros contra el portero y se ha ido corriendo.
La policía acaba de llegar y no lo entiende – ¿No ha robado nada – y aunque yo les digo que el jueves pasado el vigilante pateó al asesino, ellos me preguntan que si soy testigo.
No entienden nada y salgo corriendo.
Me gritan – ¡Alto! – pero no lo oigo. Un disparo atraviesa mi cráneo.
Las últimas lágrimas empapadas en sangre firman abajo, en el suelo, mientras me muero.
M-20001114
Rebelión
Por más que insistía en escribir con b, la absorción me salía libertaria y se avsorvía.
Soberbia era sovervia y soverana, haviéndose leído la constitución, creía que podía suvstraerse a sus compromisos, y en una rebuelta armada, decidió que, de ahora en adelante, iva a bestir siempre paños menores.
No quiso entender que avría una vrecha tremenda en la palavra y rumiava una benganza sin sentido, por no decir avsurda.
Así que, poco a poco, mis bocavlos ivan quevrando mis relatos, comían y vevían sangre de escritor desesperado y me tubieron, como aora, completamente, a su merZeD.
M-20001114.
Mi primer amor
Follarse a la Dori era competir a natación contra una legión de ladillas. Era la puta más sucia del barrio, y eso que en el barrio donde crecí, creedme, realmente había putas muy sucias.
Yo la conocí a los dieciocho años. Era el hazmerreír de mi familia. Una preocupación más: No salía nunca de casa, ni siquiera había querido salir con una chica. Escribía libros y libros de poemillas que ahora he tirado a la basura. Estaban tan viejos y escritos en un papel tan sucio que no ha resistido el paso del tiempo. Como la Dori. Mi padre quería que fuese como él, un triunfador, ¡un hombre! y se le llenaba la boca hablando de sus años en que era joven y ya mantenía a mi madre y aún le quedaban fuerzas para sus amigos y algunas juergas.
Sin embargo, yo era un enclenque niñito de papá criadito bajo su protección (y mucha más bajo la de mi mamá). Creía en el amor casto y puro, en el amor sin sexo, en el amor eterno, en el amor bajo la luna, las estrellas, creía en tener mi primer amor con una niña-mujer que me quisiese, un amor correspondido. Pero mi padre no.
Cuando terminé el examen de selectividad (con buenas notas, claro) él insistió en regalarme algo que no iba a olvidar jamás. Y acertó, porqué jamás lo pude olvidar.
Me llevó a un partido de fútbol del Real Madrid contra un equipo holandés, creo que era el Ajax, pero no lo recuerdo. El caso es que a la salida del campo, me lo dijo:
Va siendo hora de que te hagas un hombre de verdad.
Yo no entendí muy bien a lo que se refería hasta que nos fuimos acercando a casa y se saltó la entrada a nuestra calle. Empecé a sospechar lo que tenía preparado. Claro, pensé, no podía ser sólo lo del fútbol.
En mitad de la calle que llegaba a mi antiguo instituto, en la pared de la iglesia, solía estar apoyada la Dori. Su pelo negro y mugriento caía por su cara acompañando una serie de churretones y restos de comida que de algún modo habían ido a parar allí. Su mirada, pretendidamente sensual, resultaba miserable y frustrada, pero, aún así, incomodaba mi virginidad amenazada. Era delgada hasta parecer frágil, vestía juvenil, con unos pantalones vaqueros raídos y una camiseta ajustada, intentando exagerar unos pechos apenas perceptibles. Pero a pesar de su aspecto, sabía que era mucho mayor que yo. Seguramente, ya tendría más de veinte años.
Mientras intentaba encontrar en ella un resto de ternura por donde contraatacar, mi padre cerró el trato en sus oídos. Yo debía entrar tras ella en una pensión donde vivía o trabajaba. No me atreví a decir ni una sola palabra. Cabizbajo, morían mis sueños de novias vestidas de blanco, mis lunas y mis estrellas, mientras subíamos los peldaños desgastados de unas escaleras de madera rodeada de una espiral de yeso desprendiéndose por la humedad.
Al entrar en su cuarto comenzó a desnudarse. Mis ojos no podían desclavarse del suelo. Su camiseta cayó justo delante de mis pies y quise apartarla, pero me di cuenta de que estaba paralizado. Ella se arrodilló y desabrochó mi pantalón. Mis manos caían a los lados, muertas y sudorosas. Resbaló mi vaquero que siempre llevaba ancho. Arañándome sin intención, me quitó los calzoncillos. Tiró de una mano y me llevó a la cama. Un saco de muelles mal paridos que se clavaron en mi espalda una y otra vez. Ella a horcajadas sobre mí, comenzó a jugar con mi polla hasta conseguir una erección de la que me avergonzaba.
Luego, sobre el crujir del catre, cambiamos de postura. Dirigió el miembro firme hacia su hueco seco y duro como cartón y, al seguirlo con la vista, pude temer innumerables muertes, pero no me moví. Casi inmediatamente, dentro de ella, eyaculé sin poder resistir, sin pasión y sin ganas, o demasiada represión.
Todo el resto de fuerzas que aún quedaba en mí, desapareció. Mis manos aún seguían colgando a los lados del jergón cuando ella ya se había vestido. Entonces habló por primera vez, sí, por primera vez oí su voz diciéndome:
Mocoso, vístete que ya te puedes ir. – Y entre risas molestas, yo me incorporé y ella añadió – Te estaba haciendo buena falta, ¿eh?.
Regresé a casa sólo y llorando, triste y sin futuro. Mi madre hizo como que no sabía nada y miró hacia otro lado mientras mi padre seguía viendo el televisor y yo me encerraba de nuevo en mi cuarto de dónde no salí en tres días.
Dos años después me marché de casa para no volver. Viví solo un tiempo; seis años con una mujer a la que quise como a nadie y luego me dejó; volví a vivir solo, esta vez en Sydney donde conocí una canguro fascinante que casi me atrapa entre sus redes australes; caí bajo el embrujo de una brasileña a quien pedí que se casara conmigo; volví a mi tierra; conocí otras mujeres… pero siempre ando buscando algo que sólo entre la sordidez y la pena de aquella vez tuve y nunca jamás he vuelto a encontrar. Mi primer amor.
M-20001024.
El origen del atardecer
Esta es la historia de un trenecillo de vapor que vagaba por el cielo debajo de las nubes inmaculadas que recortaban el azul del cielo.
Aprovechaba las pequeñas gotas que dejaban filtrar las partes bajas de cirros, cúmulos y estratos para obtener el líquido que iba evaporando. Repostaba agua de lluvia que rellenaba la caldera hasta la próxima ocasión.
Caía, se dejaba caer, desde la estratosfera en circuitos alocados desde los sublimes y gélidos cirros deshilachados y claros a caliginosos cúmulos inferiores, abrazados a las cimas de los montes y los edificios altos de las grandes ciudades.
El maquinista, un apuesto canoso de cuarenta y tres años, se desvivía por aquella montaña rusa infinita, silvestre, voladora; incluso aunque esta vez no llevaba pasajeros.
Un rastro de vapor blanquecino se dibujaba en las panzas abultadas y grises de la nubarrada contenida. Sendero lechoso de nata sobre asfalto.
Mas un día alcanzó un desierto donde el sol imponía un reinado eterno y cruel, quebrando el suelo en mosaico marrón de tierra muerta.
Pasaron horas de bochorno infernal que fueron devorando voraces el hálito cálido y difuminado de la locomotora negra.
Comenzó a precipitarse.
Rápida, gravitatoria, presuponía un final aciago en un siniestro zepelino.
El operario reaccionó apresurado y lanzó su transpiración al hogar. Toda su ropa impregnada de sudor resultó un consuelo efímero a la nave de las nubes.
En el intervalo, tuvo tiempo para percatarse de que el único resto de humedad estaba en él.
Ella volvió a desplomarse como una bola de cañón y él no pensó en arrancarse la pierna izquierda y extraer la sangre con la que abastecer la caldera.
Después, un brazo.
Más tarde, sin parar de actuar, segó su otra pierna y rasgó las venas del brazo derecho permitiendo que las gotas ínfimas, minúsculas, atravesaran la garganta de la chimenea.
En el fondo de sus ojos vio una tempestad en lontananza y decidió darse por salvado pero el plasma se consumía vertiginosamente.
Con toda la determinación de que era capaz, se yuguló sobre la boca ansiosa de la máquina celeste.
No logró ver el celaje que absorbió su savia.
Con el nuevo camino, las bajas neblinas se tiñeron de rojo. Desde un naranja cálido se difuminaban rosas las estrías de las nubes.
Alguno dio a entender que era el más bello ocaso contemplado; la sugerente puesta de sol que caía dejando surcos de luz de azafrán. Otro, el fenómeno atmosférico más cautivador del hemisferio. Un tercero, el amanecer que justificaba el haberse despertado…
Pero tú y yo sabemos que esa bruma es sangrienta, que los rayos rosados van teñidos de vida y de muerte; que los algodones contienen la última hemorragia de un sacrificio inútil.
Tú y yo sabemos que el precio de esa belleza fue elevado.
Y ahora a dormir, que el cuento ha terminado.
en que te acuestes mirando las nubes bajo una ventana
al tiempo que cae la noche,
empujando al sol fuera de su sitio.