¿Qué pasó en Nueva York?

Voy andando por la acera y veo como se acerca a mí un viejo que me dice que si tengo dinero y le escupo a la cara y salgo corriendo, pero me doy cuenta de que no puede seguirme porque es muy muy viejo. Cuando llego a mi esquina, la esquina en la que tuerzo hacia mi casa, me doy la vuelta y el tipo está ahí, justo detrás de mí, con su cara aún manchada de mi saliva y sus dientes negros preguntándome que si tengo dinero para darle. No. Imbécil, no tengo un puto duro para darte. Le doy una ostia y casi se cae al suelo. No se cae, así que le sacudo una patada en la espinilla para que se agache. Es un truco muy sucio, pero me la suda. Cuando se ha agachado, le doy un rodillazo en la nariz que empieza a sangrar casi de inmediato con lo que mancha de sangre, de su sangre pobre mi pantalón de rallas. Mi pantalón nuevo de rallas blancas. El tejido es tan fino que siento la calidez de su sangre entre mis músculos. Me da asco y me sacudo, pero mis dedos se impregnan de su sangre, de su nariz ardiendo. Mierda. Eres un hijo de puta que me has manchado el traje que tenía para la reunión. Pero él como si nada, se la suda. Y me vuelve a mirar con sus ojos saltones, un poco húmedos de alcohol, aún se nota por el olor de su sudor, ha estado bebiendo y bien, no poco. Una considerable cantidad de Don Simón. Cuesta 200 pelas el cartón y el hijo de puta me pide dinero para beber. Sé que no va a acabar en otro sitio que en la caja registradora de los cabrones chinos que han abierto otro maldito supermercado a granel que no cierra nunca. Trabajan de verdad, eso no se puede negar, esos malditos chinarros. Pero no soporto su mirada, su estúpida mirada de vaca suplicante y le vuelvo a sacudir. Mi maletín gris se empotra en su cabeza y sus manos caen primero, luego sus costillas y por último, el resto de su cuerpo cubre la acera con manchas de sangre.
Alguien grita: ¡están bombardeando! y se desgañita intentando hacerme olvidar que ese tipo sucio me sigue mirando, me sigue mirando aunque mis zapatos de Oxford Street le han arrancado la dentadura.
Llego a mi portal y una vecina me pregunta que si me he enterado. ¿De qué tengo que enterarme?. En mi casa me cambio de ropa, tengo que irme a esa estúpida reunión y no puedo ir con el traje arrugado. En la televisión, un par de torres se desploman. Me recuerdan al tipo que se desplomó en mi esquina. ¿Habrá llamado alguien a la policía?. Puedo estar tranquilo. Sé cómo funcionan estas cosas. Pero estas manchas del traje no acaban de desaparecer.

M-20010919

Levantando las cejas

Tuve un profesor que siempre saludaba así. Cada vez que te cruzabas con él en la facultad, en uno de los pasillos construidos con maldad plagados de escaleras para que las manifestaciones de la época de Franco no pudiesen desplazarse con libertad de movimientos, saludaba con un arqueo de cejas que arrugaba su frente sin final. Digo sin final porque el bueno hombre era calvo. De esos que a los lados soportan un par de bosquecillos negros, marcadamente negros, que se unían muy atrás, justo por encima del cogote, para ser una única unidad de pelo. Negro. Muy negro.
Después pasó a ser mi compañero de trabajo, un compañero de trabajo algo superior a mí, con lo que no parecía que nuestra relación hubiese cambiado mucho. Él seguía siendo el dios al que había que respetar y yo el incauto que tenía tanto que aprender como olvidar. Con el paso del tiempo he ido olvidando más y más y así tengo la sensación de que aprendí algo… pero ya no sé qué.
Colega era tan abyecto e insufrible cretino como ante los alumnos que aún le soportaban y sufrían su insolencia plena. No quise matarle, pero fue saliendo así, como si se tratase de un relato que tuviese que escribir y llegó a mis manos el método algebraico que realizaría las virtudes de mi ilusión. Le degollé frente al televisor mientras escuchábamos cómo caía el muro de Berlín y yo pensaba que podría ir allá a por un ladrillo para partirle la cabeza. Luego me di cuenta de que su sangre me mancharía de inquietud, de tristeza ante el resto de una vida recluida, sin luz, sin amigos, sin nada de nada por lo que vivir y decidí perdonarle así que no le maté. Por ahora se ha salvado y eso que llevo dentro de mí un asesino nato luchando por salir a la superficie y contar su historia desde el punto de vista de la geometría diferencial.
Para colmo de males, el tipo vivía en mi mismo pueblo, es más, tan cerca de donde yo tenía que cumplir con la patria que nunca reconoceré que más de una ocasión lo encontré de servicio. Servicio civil sustitutorio. También en esas ocasiones su arqueo de cejas no paraba de ser para mí ese símbolo del que corta recto las líneas, del que abre con fuerza las puertas, el que aprieta enérgico las manos, el que tiene el poder y lo sabe. Me acordaba de una canción de Amancio Prada que hablaba de eso y pensaba siempre que a mí no me ocurriría jamás pero hoy me he visto acercándome a la vigilante del edificio donde ahora trabajo (han pasado más de diez años desde que no veo a ese emblema del poder) y me he encontrado a mí mismo notando como se arrugaba mi frente cada día más descubierta, cada día más altiva, encorsetada por el nudo semi windsord de mi corbata, alzacuellos de los dioses de la informática. Y me he maldito a mí mismo como si intentase rememorar aquel tiempo en el que era romántico y no poderoso, no corría rápido con los coches estables sino a menos de ciento treinta con un dos caballos azul que parecía un todoterreno por la cantidad de barro que siempre acumulaba. Noto como quiero terminar con mi relato, como quiero dejar de reconocerme en ese símbolo odiado y odioso, en ese espíritu altivo, cruento, insoportable, para no tener que odiarme tanto, para poder aguantarme y no verme abocado a un gesto sin remedio frente a este televisor que me mira, que mira mis manos segando mi cuello en un último esfuerzo por no soportarme, por no seguir sosteniendo un cráneo que se arquea, un cráneo anaranjado que se va vistiendo de morado, un morado chillón, no!! No chilles más!
Maldito cerdo. Suelta tu sangre y vierte en el parquet toda tu fuerza, todo tu poder… ríndete de una puta vez.
gl gl glll adfvb adfb
hhhh

M-20010905

Un corazón de nieve

La primera postal que recuerdo, de hecho es la primera postal que me han enviado nunca es la del Skyline de Nueva York. Era una postal… bueno, en realidad la postal sigue siendo, incluso después de lo que ha pasado, de esas que cambia de aspecto según se giran. Una especie de holografía pero en cutre. Hoy mismo me acabo de dar cuenta de que no era la mía sino que a mí me envió una de la estatua de la libertad. Con esa misma cualidad de cambio de aspecto, que tanto me gustaba. Ahora eso ya no me gusta, pero la postal sigue siendo de una importancia capital para mí. Creo que, gracias a ella, aprendí lo bonito que puede ser comunicarse por escrito. Igual gracias a ella, este relato se está escribiendo, es como si me atreviese a devolverle finalmente ese esfuerzo de escribirme desde Nueva York, cuando yo apenas si levantaba varios palmos del suelo (cosa que tampoco ha variado tanto, después de todo) y me morí de envidia porque a mi hermana le había tocado la del SkyLine. Vaya, me dije, ¿por qué a ella le ha enviado una postal tan animada, que no es naranja y que tiene tantos edificios?. Hace tiempo que sé que la mía era tan importante como la suya, pero en cualquier caso, no perdí ocasión de hacerme con la suya, sumarla a mi colección de objetos importantes entre los que había algunas vitolas de puros, monedas extranjeras, unos cuantos recortes de periódicos con informes sobre objetos volantes no identificados y algunas colas de lagartija secas. No sé, pero tengo la sensación, ahora que lo pienso, que no estaba ya muy centrado por aquella época.
En mi postal, en la de la estatua de la libertad en naranja que cambiaba de forma y sostenía un libro en su brazo izquierdo, mi padre me decía que esperaba que alguna vez tuviese la oportunidad de ver aquella ciudad especial y mágica con cosas buenas y malas, grande como ninguna y que, a partir de entonces, se vistió para mí de un halo de misterio, un mundo de mitos y leyendas sin igual. Supongo que eso fue lo que hace tres años me llevó allá. Mucho más que el hecho de tener que ir de paso hacia Iowa para ver a una mujer a quien quería decirle que nuestra relación era imposible. Muy caballeroso lo de desplazarse medio planeta para no gastar línea telefónica con su llanto.
A cada paso evocaba sus palabras, no las sabía de memoria, pero sí de sentido. Y el sentido me decía que tenía que capturar lo más posible aquella isla, aquellos locos ajetreados, agitados sin parar, aquel humo que salía de las alcantarillas como en las películas de detectives que no me casaba de ver y no me canso. Desde entonces sé que aquello no es un efecto especial, sino una peculiaridad del peculiar clima neoyorkino.
Subí una mañana al Empire State Building huyendo de un hotel lleno de muerte y me dejé caer colgado de una cámara para robarle al tiempo un poco de su piel. Me lo traje todo. Me vestí de memoria y anduve por sus calles otra vez. Como esta misma tarde.
Él me volvió a llamar. Me sigue aún enseñando lo que significa la comunicación. Me llamó para decirme que si yo había estado en las torres gemelas cuando había estado en Nueva York. Le dije que no. Que estaba haciendo la comida para Carmen. Pues han sufrido un atentado…. y parece que… mi madre decía algo desde el fondo de su cocina y … sí, otro en la otra torre… desde ese momento empecé a sentir que aún tenía mucho que escuchar. Ya lo sabía, ya lo sé, pero a veces se me olvida. Me dio por conectarme a Internet y ver qué estaba pasando. Yo estaba escribiéndole un mail a la persona a la que había ido a ver cuando pisé por primera vez Nueva York. Su amiga Sulatha me había llevado a un restaurante indonesio en el que preparaban un pollo al curry tremendo de picante. Casi me muero del fuego en mis labios.
El fuego se extendía por los edificios y veía a la gente saltar por los aires. Yo no puedo creer lo que estoy viendo. Es de película… etcétera.
Se me heló el corazón al oír la voz de nieve de mi amiga Sylvia. Sus labios lloraban. Lloraban y me decían asustados que querían verme. Yo también quiero verte. Necesito verte. Necesito a mi gente. Mi amor a mi lado agarraba mi mano y yo me acordaba de la postal de mi hermana. No se la pienso devolver, pero cada vez que le envíe una postal a mi sobrino, pensaré que, tal vez, jamás pueda ver lo que yo vi, lo que mi padre vio, porque el mundo es, cada día más, perecedero.

M-20010912

Congreso de Psicoanálisis

Yo no había nacido cuando murió John Kennedy. Ni siquiera casi me enteré de la primera vez que el hombre estuvo en la Luna. Era un pequeñajo con ganas de jugar pero que aún no se había descubierto como gran jugador del mundo. No habría sabido qué hacer aunque muy probablemente me habría dado igual. No sé, a lo mejor habría convertido mi apatía en un interés ciego, como de esa ceguera que llueve por encima de los abetos a la luz de los faros que rodean un grupo de negros golpeados, mientras las llamas del crucifijo indican que hay un final que puede ser modificado por personas que se implican en el mundo y lo convierten en cenizas. De uno u otro tipo.
No escribí un relato sobre la muerte de JFK. Podría haberlo hecho. Podría haber escrito todo lo que no escribo. Podría haberme documentado y escribir el mejor documental del mundo. Incluso, podría haber perpetrado un poema contra la intolerancia del mundo o contra la tolerancia, contra esta apatía que a todos nos puebla y permite, tolera, tanta tolerancia ciega… como la de los crucifijos ardientes.
No asistí al congreso de psicoanálisis porque tendría que analizarme, porque tendría que saber qué razón me lo impidió. Posiblemente fue tan sólo el hecho de que tuve muchas cosas que hacer. Esto, que puede ser visto banal, habría sido una buena explicación si yo mismo me la creyese. No fue esa la razón. A lo mejor no hay una razón. Armstrong pisó la luna sin razón, sin pensar en la muerte de la poesía romántica de una vez por todas, sin darse ni cuenta de que los reyes magos habían dejado de existir, pero claro, a él qué cojones le iba a importar si era anglosajón y no tienen reyes magos, es más era americano y tampoco tienen reyes, salvo los del petróleo.
El dólar está subiendo y subiendo y el congreso de psicoanálisis era gratuito. Hablarían del dinero, de cómo conseguir dinero para poder escribir y como escribir para conseguir dinero. Sin tapujos, esto es absolutamente necesario salvo que se quiera seguir siendo un mediocre como yo toda la vida. No tendría que tener amigos, no tendría que tener otro trabajo, tendría que dejarme arrastrar por prostitutas que me proponen experiencias no vividas, igual también ser capaz de extraer vivencias de las experiencias que experimento sin riesgos, un escritor sin miedo, un escritor de poesía que puede ser libre de lanzarse a un agujero negro, en el borde de una tierra más bien desdibujada, una imagen que ni siquiera es mía, sin el paracaídas de mi invención. Un paracaídas reciclado, hecho de piel humana, de cabelleras sus correajes, su funda armada de esqueletos. No tendré nunca un escarabajo bajo la cama más alegre que mis sueños de infancia. No quiero volver al psicoanálisis porque sé que lo necesito. No quiero ni siquiera oír hablar de ello. Por eso un recital de poesía en el Grupo 0 es algo repulsivo, no es por otra cosa. La pereza mata. El diluvio universal sale de un hacedor que no hace, un repelente arpillero que amenaza con matarnos a todos por no ser sus esclavos, por no obedecer un silencio hecho cataratas. Con ello, volvemos a la ceguera de la que estábamos hablando.
Pisé la parte trasera de la sala de exposiciones y ellos no me vieron. Tuve miedo a que me viesen y también a que no me viesen. Me acerqué despacio detrás de las cortinas a la mesa de la conferencia. Cogí entre mis manos las flores del jarrón y comí una. No sé porqué necesité alimentarme, supongo que porque no había comido desde hacía tres días. Igual fue por eso. Lancé un rayo disfrazado de mirada al ujier que me descubrió y me agazapé esperando que aquello fuese suficiente. Pero la luna seguía en su lugar y yo no pisaba un terreno suficientemente sólido. Al golpearme, sentí un cristal en mi espalda, frío y liso, con un ligero dibujo que contenía el emblema de la constelación. Tantas estrellas hicieron que mi aterrizaje en el piso fuese luminoso. La policía recogía mi cadáver al tiempo que las carcajadas por verme con un florero en mis dedos, una rosa en mi boca y la sangre alrededor del cuello.
Se desdibujó mi voz. Partí hacia JFK para contarle todos mis secretos de estado, hacia el teniente NA para contarle todos mis secretos poéticos; hacia mi padre que yacía muerto entre tanta televisión, tanta infancia ajada de religiones, tanto psicoanálisis ebrio de egoísmo.
Ya nunca más seré un esclavo, ni siquiera de mi libertad.

Dedicado a Charles Bukowski, M-20010730

Caminando por Madrid

Cuando era pequeño, mi padre me decía que dejase de mirar constantemente al suelo y mirase hacia arriba cuando andaba. Quizás por eso, dejé de hacerle caso. Yo estaba enfrascado en un suelo que no paraba de ofrecerme cosas distintas para mirar, como el maravilloso juego de los pasos de cebra, en los que tenía que ir saltando sin pisar el vacío de pintura que era como caer en un horrible abismo del que no habría salida. Otras veces, el zigzag de unas baldosas de colores, otras, el traqueteo de un caminar entre calles de piedras, adoquines que yo imaginaba allí desde la época romana, por lo menos. Sin embargo, eran sólo caprichos de algún alcalde más o menos falto de imaginación.
También entonces había a cada paso un poco de porquería, creo que Madrid era más sucio antes, pero de una suciedad como renegrida, como si el polvo fuese un componente normal, un poso de suciedad inevitable. Vivía en frente de Tabacalera Española y siempre recuerdo a mi madre batiéndose contra el inevitable velo gris que vestía los muebles conservados de mi casa.
Cada vez que paso por aquella calle, me encuentro de nuevo con mi historia, con esa vuelta del colegio, con las vallas vulnerables del recreo por donde yo nunca me atreví a escapar. Antes de que yo entrase, ese había sido un colegio femenino, pero creo que mi madre tenía alguna influencia por haber sido una antigua alumna y conseguí ser uno de los primeros niños que estudiaban allí, golpeado por una tal Doña Carmen que siempre protestaba por mi mala caligrafía. Afortunadamente, hoy existen ordenadores y no tengo que seguir viéndola entre mis eles torcidas hacia un lado al tiempo que las jotas se tuercen hacia el contrario.
Luego vino la ausencia. Salí de Madrid sin darme cuenta de que era parte de él, de que no podía irme, de que Madrid sin mí se moría un poco, pero yo era tan pequeño que apenas consideraba el valor de mi existencia. Casi no me daba cuenta de que no había nada fuera de mí mismo. No existía otra realidad que la que se podía escribir o leer y no la que yo era capaz de crear al creer.
Tuve que irme al fin del mundo para encontrar mi lugar, para percatarme del amor que le tengo a una ciudad que, como he escrito en algún sitio, me nutre y se nutre de mí, de mi sangre que dejo en sus aceras, de mis versos que dejo en cafeterías, de todo ese ruido que me sirve para hallar el silencio, para encontrarme conmigo mismo, conmigo mismo y con todos mis miedos, miedo a la soledad, miedo a no ser querido, miedo a ser débil, a ser malvado hasta matar tanta injusticia que habita conmigo en estas baldosas que algún imbécil en el poder se encargó de encargar a algún pariente.
Entonces me encontré a mí mismo. Encontré el terreno en el que quiero que me entierren aunque no quiera que me entierren, el lugar de donde habré de salir transformado hasta no reconocerme. Sé que eso también pasará y sé que la vida gira como la tierra, que todo es relativo, que los quark no son partículas indivisibles, que las cigarras no cantan, que pertenezco a mi mundo, que el mundo es parte de mí, que me doy cada día más y me duele, me duele y me raja el pecho, me hace llorar y reír, me vierte un cántaro de agua en una terraza de Lavapiés, me derrama un litro de kalimotxo en la plaza del Dos de Mayo, me quema con un cenicero humano que muchos llaman Desengaño, me abraza con la pasión de unos amigos sin los que no puedo existir, sin los que no quiero existir. No tendría sentido la vida, no tendría sentido este escrito si no fuese para decir una y otra vez: ¡Os quiero!.

Dedicado a mis amigos, M20010718

Mentes calenturientas

Quiero terminar rápidamente este relato para acostarme con mi mujer, pero no, no es lo que pensáis. Tengo mucho sueño porque ayer me acosté muy tarde. Ella y yo tardamos mucho tiempo en dormirnos. Eran las 3 de la mañana y aún estábamos despiertos y agotados. Pero esto tampoco es lo que pueda parecer.
Por cierto que ayer fue un día extraño. Un tipo en el metro se me acercó y, no sé si por mi forma de mirarle o qué, se puso a hablar conmigo sobre las injusticias sociales que, según él, se cometían en España y sólo en España por los funcionarios. Él, dijo, conocía a alguno que ganaba más de seiscientasmil pesetas al mes. Entonces sus ojos se abrían y cerraban como desvelándome un secreto de iniciados. Yo le miraba sin atreverme a hablar pero por otro lado no estaba intimidado. Finalmente le dije que seguramente él, situado en el mismo puesto que esos funcionarios más o menos corruptos, estaría haciendo lo mismo. No es que esto le hubiese justificado, a él ni a los que lo hacen, pero en cualquier caso igual se cuestionaba un poco las palabras antes de emitirlas sin pensar.
En estas estábamos cuando algo en la conversación de dos chicas preciosas que estaban sentadas justo al lado nuestro llamó nuestra atención. La que se apoyaba sobre el extremo del banco corrido, era algo más alta, bastante guapa, de ojos castaños y piel morena. Vestía un vestido de humo que dejaba traslucir su sujetador negro con tirantes de plástico trasparente para que no se notase. Sin embargo, se notaba. La más bajita, no mucho más bajita, era rubia teñida, de unas raíces muy oscuras y piel más bien oscura. Un poco gordita, rellenita, diría yo, se atrevía a vestir una camiseta roja ajustada que dejaba una franja de carne antes de llegar a sus pantalones vaqueros desgastados, en la que vivía con comodidad algodonosa un ombligo encaramado al tatuaje azul de una serpiente. Supongo que si me fijé más en esta es por algo, pero no pienso pensarlo en este momento. Antes se habían visto muy satisfechas de que el tipo raro que me había abordado no las hubiese abordado a ellas. En sus caras pude leer la indiferencia con que me miraron cuando comencé a hablarle, como si no mereciese la pena, como si ellas hubiesen sabido hacerlo mejor.
– Dicen que hay que morder la puntita – le decía la rubia a la más alta.
– A ti lo que te pasa es que te los comes enteros – ratificó aquella.
– No mari… no es eso, pero…
– Mira… – afirmó contundente la tal mari – tú eres una devoradora de rabos.
Parecía que no había más que hablar y, sin embargo, el tipo que me miraba, ahora las miraba a ellas con esa cabeza un poco hacia delante que lanzan los ebrios. Ellas lo notaron y replegaron su voz a un silencio que sólo yo pude seguir oyendo mientras entretenía con sofismas al hombrecillo. Por un momento, supe que eran celos, celos a que él se apropiase de una conversación que era toda mía, de un cotilleo íntimo y privado, como si fuese su tampax particular con un radio escucha que retransmite una vez que sale del tubo del metro. Las vías de la noche se abren al caminar de mis dedos. Se encaraman al galope de un teclado infinito, de una bañera de sueños en la que los recuerdos se tiñen de vida. Un caballo vuela camino del cementerio y sus patas tienen un poco de miel en las pezuñas. Las patas de un caballo son sólo pies, unos pies muy grandes, unas pezuñas que son uñas. Las conversaciones versan de universos. Son palabras que se malentienden porque no existe una buena interpretación. Sólo los insomnes podemos interpretar los sueños, podemos batir la mahonesa del sexo en un cantar de los cantares y gritar cualquier tontería con tal de ir a la cama y acostarnos con nuestras mujeres.
– Digas lo que digas, a mí el picante no me entra.

M-20010711

Sin nada no

Queda media hora. Sí, queda media hora y yo aquí, en medio de mi casa sin tener aún el maldito relato (seguro que mucha más gente piensa como yo, que eso de escribir un relato humorístico es algo más bien maldito). Y no sé qué llevar, no sé qué escribir. Pero no puedo ir sin mis tareas hechas. ¿Te imaginas?. Giusseppe, ¿de verdad que no has hecho las tareas? No me lo puedo creer. Y claro, eso pesa mucho. Es una responsabilidad. Todos los miércoles tengo que tener las tareas y a poder ser desde hace algunos días: ¿qué es eso de hacerlas en el último momento?. Pero esta semana es que no he pensado para nada en el relato que ya hemos quedado que era maldito y además tenía que ser humorístico. Creo que tengo algún problema con esto. Sí, seguro que Paula lo arregla a base de psicoanálisis y mi mujer con bioenergética y yo que lo arreglaría con unos cuantos minis de kalimotxo barato en la plaza del dos de mayo pero luego siempre llego tarde y no hay nada que hacer en la maldita plaza que es una traducción literal de la fucking square y es que la policía ya ha pasado por allí y ha disuelto a la peña que estaban haciendo las hogueras en las que, un año, me llegué a quemar el pelo hasta de las pestañas. Tenía un aspecto como de gremlin con gafas algo lamentable, pero la excusa de hablar de mis hazañas resarcía el ridículo sufrido. Además, pude pedir un deseo y aunque no creo en esas cosas, resulta que acabó por cumplírseme pero como era algo que realmente quería pues no me morí cuando se me cumplió. Por ahí dicen que uno se puede morir de éxito y es verdad pero yo fui muy feliz cuando conocí a mi mujer y le dio por enamorarse de mí. Pero eso fue mucho tiempo después de que yo pidiese el deseo que, en realidad era mucho más básico o primario y que se me cumplió unos cuantos días antes de que le propusiese salir conmigo. Me temblaban las manos (si digo las piernas siempre se puede malinterpretar) y hacía como que leía un libro que apenas si recuerdo pero que en realidad (claro que, todo es siempre en realidad) estaba boca abajo y no acertaba a leer una sola letra. Ni tan siquiera a darme cuenta de que estaba boca abajo. Ella llegó y mi sonrisa profident no acababa de ser una sonrisa porque a veces no podía mantenerla porque las mandíbulas no sabían comportarse. En realidad, creo que también me temblaba la mandíbula. Un gremlim al que le temblaba el alma, la barriga, bien crecida tras el verano, las piernas, las manos, la mandíbula le pedía a una elfo de mirada altiva que saliese con él. Lo más sorprendente es que ella dijo que sí. Pero esto no es divertido así que es mejor no reirse. Con esto me he dado cuenta de que el relato que tenía que escribir, el maldito relato, tenía que ser de humor y es que no tengo humor. Y cuando digo humor no quiero decir esos líquidos del cuerpo animal. Definición de diccionario, por cierto. Quiero decir, que no sé qué hacer para que la gente se ría. Aunque a veces es más fácil. Tanto como que una vez leí poemas en un bar y resulta que la gente se descojonaba. Pero lo peor era que eran mis más tristes poemas. Mis poemas de la época que yo quería considerar negra para tener algo en común con Goya. Es que a mí, Goya me gusta mucho. Se entiende que me refiero a su obra porque Goya, lo que es Francisco de Goya y Lucientes, está muerto y tiene que tener un aspecto algo así como siniestro. No sé si siniestro es la palabra adecuada pero ya sólo me quedan quince minutos para acabar esto y no tengo tiempo para buscar sinónimos. Total que siempre he buscado parecerme a otros. Por ejemplo, estuve a punto de cortarme las orejas. Por distintos motivos a los del tal Van Goth, pero sí deseaba yo obtener el mismo resultado. O acabar muriéndome en algún banco de estación. Pero luego conocí a Bukowski y creo que acabó conmigo. No puedo ni quiero parecerme a él. Por un tiempo pensé que no tenía más remedio, que no podía hacer otra cosa si quería escribir como él, pero luego me di cuenta de que para escribir como él lo que tenía que hacer era escribir como mí mismo. Así que voy poco a poco pareciéndome a todos siendo, ni más ni menos que Giusseppe. Como siempre, me quedo sin saber si esto es un final de un relato, esto es un relato o qué, pero bueno, eso ya lo aprenderé dentro de unos años, no tengo prisa. De momento, no queda más papel.

M-20010627.

Celestial

De una dulzura que sus ojos azules no podían remediar. Tanto, que se salían como dos lagos de tinta manchándole la camisa. Pero jamás tras de tanta inocencia se percataba mayor lubricidad, una lujuriosa insinuación que resultaba algo más que sugerente. Entre su pelo de oro, lagartos de deseos carnales, alacranes de bello que me suicidaban. Una endiablada lascivia poseía sus movimientos, sus pechos puntiagudos eran cuernos de sangre, sus miradas furtivas, canto de sirenas. Pero casi no tenía piernas, esto también era en común con las ondinas. Un mar de cemento parecían sus nalgas. De tales proporciones que cuando me quise sentar a su lado comprendí que no se trataba de una de tantas fuentes inauguradas recientemente por el ayuntamiento para lucimiento de la villa y corte, sino que sus extremidades abarcaban cuanto abarcaba mi vista por no decir el mar bravío. Era hasta tal punto desmesurado su tamaño que hube de sentarme a su lado de perfil pues no había forma de que ella y yo cupiésemos en una misma triada de sillas. Sus pies diminutos parecían querer resarcirse del despliegue de medios de sus medias y acababan en una puntita ridícula que acentuaba su redondez, su cónica figura era realzada y sublimada por una pajarería que pretendía usar como sombrero.
Entre las piernas y sus pechos casi no hay posibilidad de descripción pues apenas un cinturón de cuero negro era capaz de impedir el desbordamiento de la carne alrededor de sus dos metros y medio de diámetro a los que se encaramaba un pantalón negro ajustado como guante de cirugía.
Sin embargo, su voluptuosidad de labios sonrosados seguía siendo un acicate para mi deseo y quise que su melena batida en mi cuerpo rozase los límites de mi virilidad. Le pedí que me acompañase a casa y a pesar de su primer impulso, que habría hecho temblar la tierra, dijo que no. Por eso este relato es tan breve y no queda nada por pasar más que el último momento en el que nos volvimos a ver cada uno en su tristeza, mientras las puertas del metro abrían y supe que no podría seguirme a un lugar tan estrecho. Nos perdimos. Pero aún en las noches frías, cuando un rayo de luz roza una montaña, cuando viste de oro el atardecer una cresta de nieve, mientras las azaleas ondean en su falda como campos de trigo, recuerdo su figura llorando entre sus dedos grandes como salchichas, mis manos en mis ojos cubriendo mi vergüenza, su grito silencioso de ayuda y desamparo. Por eso, hoy, ya no puedo seguir.

M-20010704.

Benidorm

El hijo de dios se hizo carne y materializó en la forma de una cabra montesa, pero con tan mala fortuna que el carro que la llevaba al matadero, de donde habría salido con un claro augurio de futuro, volcó. Este hecho, determinante sin duda para una cabra pero en absoluto algo importante en la vida de un descendiente de dios que se anda haciendo carne cuando le sale de las narices, provocó que la forma de cabra fuese a parar a los aledaños de un bingo en el centro mismo de Benidorm.
Fue allí mismo donde unos jóvenes californianos (o de por ahí puesto que, de hecho, resultaron ser de Utah) con camisas blancas impecables, por no decir impolutas, puesto que sí que habían sido polucionadas, tanto es así que de uno de ellos se llegó a decir que se masturbaba con tantísima frecuencia que no había forma de que consiguiese una erección, estos jóvenes, repito, encontraron al animal en la misma puerta del local, lo lavaron con agua de colonia, lo adoraron y lo metieron como su compañero en el antro de perdición que habían ido a exortizar.
Por si es un dato de interés, nadie les había pedido semejante cosa en esa gomorra feliz de playa sosa, pero allí estaban porque habían llegado y no creían posible irse sin el castigo ejemplar de los infieles.
Dentro del presunto antro, tan sólo seis ancianos levantaron la cabeza al ver al trío acercarse al mostrador donde un sujeto, que puede que luego pase a ser predicado o, incluso, predicador, volteaba un bombo que cagaba bolitas de marfil con incrustaciones de nácar negro. Anunció el tres y la trinidad se acercó con sus zapatitos resplandecientes golpeando el entarimado del pasillo que separaba las dos filas de mesas que ocupaban otras tantas filas de ancianos. Levantó la mirada y sonrió como quien está viendo un niño hacer una travesura y les preguntó qué habían ido a hacer allí, justo en el momento en el que a dios se le ocurrió gritar a su hijo que las salchichas ya estaban preparadas en la cocina y que si llegaba tarde iba a haber bronca y, claro, como que dios tiene la voz tan ronca, impresionó a algunos de los abuelitos que aún tenían algo de oído, pero dejó indiferentes tanto al predicador de la religión que se estaba a punto de inventar como a los dos pánfilos recién salidos del colegio que soltaron la cabra que, repentinamente, se había puesto algo nerviosa. Puede que sea verdad que si a una cabra la llama dios con su voz ronca le dé por ponerse nerviosa, incluso si no es su hijo, pero si además existe la amenaza real de quedarse sin cenar, entonces ya son palabras mayores, así que la cabra consiguió evadirse entre los asistentes al localbingohechoiglesia y se lanzó a correr hasta que un mercedes descapotable estampó su parachoques contra sus cuernos dejando un animal muerto al otro lado de la carretera que conduce a Calpe.
Tras el descubrimiento de dios como cabra madre, los apóstoles reunidos en un bingoiglesia subieron al púlpito e instituyeron el sacramento de las pelotas que caían y caían y caían conduciéndonos a todos hacia una vida mejor cuando había suerte y hacia el infierno de la desesperanza cuando no la teníamos, mientras veíamos como nuestros ancianos, los seis que habían mirado al triunvirato protagonista inicialmente, se retiraban a sus aposentos a descansar y lograr la paz espiritual necesaria para recordar el sabor de aquella forma que se cenaron después de soltar los cuernos incrustados en el parachoques del mercedes.
Al día siguiente, todos estaban envenenados, pero nadie lo sabía. La muerte, por tanto, no habría de llegar nunca con su carga de limpiahogar familiar y vivirían eternamente sin poder salir de aquel pueblo infernal que les ataba con cadenas de supermercados en varios idiomas. Aún, hoy en día, siguen allí, esperando el regreso del ángel exterminador que limpie los restos del último banquete que celebraron.

M-20010606

Londres

Hacía mucho tiempo que no me hacía tantas pajas. De hecho, creo que nunca en mi vida había comprado una de esas revistas que tanto se estilaba entre los adolescentes. Creo que tuve una adolescencia sin granos, puede ser, pero insana mentalmente. Tampoco vamos a exagerar ahora mi virginidad onanista, pero sí puedo decir que hacía mucho tiempo que no me hacía tantas pajas seguidas. Ya la edad no está para heroicidades ni hay siquiera falta de ni tiempo para ellas. En realidad hablo de heroicidad cuando quiero decir tristeza. El aburrimiento no es un estimulante que deje satisfecho el espíritu. El caso es que jamás habría previsto cuando me dijeron que tenía que venir a Londres que esto iba a ser lo más divertido, por decirlo de alguna manera, que iba a poder hacer para pasar el tiempo. Y ni siquiera así se dejaba el tiempo acelerar un poco. El muy imbécil se empeñaba en ir a la velocidad a la que crecen los olivos. Porque aunque por aquí no haya olivos, la comparación es perfectamente válida.
Llegué hace ya casi una eternidad que mucha gente conoce como semana. Después de un trayecto en coche alquilado desde Daimiel a Barajas, subí al avión que se alejó alejó alejó haciéndose más pequeño y con ello disminuyendo mi tamaño hasta la insignificancia. Así llegué a Heathrow terminal 1 con mi enorme portaequipajes que parece el de un duque por el tamaño, pero el de un excursionista por los vivos colores que elegí para no confundir con otro mi equipaje. Resulta que estos colores se han puesto de moda y ahora son tan comunes que eso me sucede con cierta frecuencia, pero eso es otra historia.
Con mi maleta de rueditas salí del aeropuerto hacia la puerta que me habían indicado en información donde podía tomar un autobús hacia un pueblo llamado nosecomo que empezaba con f (y no era fuck) en el que un tren me llevaba a Bracknell. Esto ya era entrar dentro del mapa que traía como indicación de donde se iba a celebrar el curso. Me sentía tan bien sabiendo que estaría en terreno conocido que no me daba cuenta de que me alejaba paulatinamente y mucho del centro de la ciudad. Una vez en Bracknell, una ciudad que no le recomiendo a nadie visitar, puesto que, aparte de tener unicamente industrias de las nuevas tecnologías, no tiene mucho que ofrecer, busqué un taxi y le pedí que me llevase a Crowthorne que es, en resumidas cuentas, donde ha estado mi centro de operaciones durante esta eternidad que antes mencionaba. El hotel, Waterloo Hotel, tenía el aspecto de una casa de reposo y, como luego pude comprobar, esto era exactamente lo que era, por más que algunos nos empeñaramos en tratar de hacer de este sitio un hotel para ejecutivos. No acababa de resultar verosimil encontrar maletines de portátiles y teléfonos móviles colgando de miles de corbatas mientras alrededor las ardillas de los bosques nos ignoraban completamente como si no fuésemos los amos del mundo.
Era domingo, como hoy, y yo estaba cansado y con dolor de estómago por un poco de resaca del día anterior que no había podido reposar lo que hizo que no quisiese plantearme nada más allá de la alimentación y la satisfacción del sueño. Preparé, no obstante, el material que podía necesitar al dia siguiente, portatil, móvil, cuadernos y bolígrafos, tarjetero y mi trajecito impecable de gris marengo, una corbata verde oscura discreta, lo cual es toda una excepción en mis corbatas, y una camisa de manga corta por si tenía calor de un tono verde pera que no resultaba menos discreta que la corbata y el traje absolutamente profesional.
Alrededor (de nuevo alrededor) todo verde. El campo se pierde en bosques a la primera ocasión que tiene de extenderse, el mundo es verde como los olivos del principio del mundo aunque no sea aquí muy apropiada la comparación olivar. Pero me da igual. Quería hablar de nuevo del olivo y ya lo he hecho.
Cuando hube terminado mis preparativos, decidí que era hora de cenar. No quería quedarme en el hotel para tener un poco la sensación de haber aprovechado el domingo, así que me fui dando un paseo, tranquilo, muy tranquilo, por la calle Duke’s Ride de camino a lo que luego resultó ser el centro del pueblo, si es que se le puede llamar así. En una esquina, un restaurante italiano estaba tentándome un recuerdo del fin de semana anterior en Roma con mi mujer, siendo un hombre tan feliz como lo puede llegar a ser un hombre enamorado y correspondido por una mujer semejante. No pude ni quise evitar la tentación que adquirió forma de lasagna y pan de ajo bien regado por un par de vasitos de elicsir de Baco. Bastante tinto, por cierto. Por supuesto, al cabo de un rato, los camareros ya estaban charlando conmigo, por aquello de la consanguineidad latina, especialmente uno de ellos, que resultó ser el marido de la dueña del restaurante, un tipo argentino y simpático que parecía más recién aterrizado que yo en esta tierra de Robin Hood.
Después, sin muchas más fuerzas restantes en mi cuerpo hispano, me fui de vuelta al hotel y me acosté. Dormí como una bestezuela lo que no había dormido esa noche anterior y quizás algo más, sobre todo si tenemos en cuenta que por muy tarde que se cene en esta zona, lo más tarde que puede uno acabar es a las diez y media. Esto da mucho tiempo por las noches, por más que el desayuno sea a las ocho en punto.
Ese día un taxi me recogió para volver a Bracknell, ese lugar irrecomendable, en el que comenzaba mi curso. Nadie me había dicho a qué hora daba comienzo así que supuse que a las nueve en punto, lo que resultó ser una predicción totalmente correcta.
Cuatro asistentes. Supongo que así nos podíamos sentir más especiales, más amos del mundo, pero las ardillas seguían sin entenderlo. En el caso de los suecos, uno de ellos realmente atractivo, tampoco los topos respetaban sus campos de golf donde entretenían sus tardes. Yo les envidiaba que tuviesen algo que hacer, una motivación, algo por lo que querer terminar el día, el trabajo… pero yo seguía sin encontrar nada que hacer. A pesar de que me había propuesto muy disciplinadamente traerme todos los deberes de mis clases de poesía y varias de mis lecturas, entre ellas a mi querido Gunter Grass que tanto pesa, un librillo recopilatorio de Poe para los ratos alegres y otro de meditaciones de Kafka para que no se pasen de alegres, supongo. De poesía, lo único que traje conmigo fue una antología que aún no he terminado de Apollinaire. Me dije, tengo el portátil así que puedo aprovecharlo y hacer algo de las tareas directamente en él, pero luego tenía una especie como de respeto o miedo a tocar algo de la empresa que no me dejaba concentrarme en no pensar, en no concentrarme, en escribir, en resumidas cuentas. De hecho, eso me está aún pasando mientras escribo esto y los dedos cometen más errores tipográficos de lo habitual y siento el teclado más lejano por más que esté más cerca y no lo aporreo como suelo hacer cuando tomo confianza… esto, de alguna manera, me paraliza un poco.
Después de tanto preparativo en el vestuario, yo era el único con traje y corbata en el seminario, posiblemente, incluso, en el edificio pero sentía, aún es más, que yo era el único con traje y corbata en el mundo entero. Esto era algo que podía pasar, presentido y para lo cual tenía incluso la respuesta preparada, así que no fue algo tan grave como para avergonzarme, pero sí para demostrarme que el mundo y yo seguimos caminando por sendas paralelas que se tocarán en el infinito de mi muerte eterna.
Ese día, el primero de los cuatro que duró el curso, las clases terminaron a las tres o tres y media y decidí volver al hotel a cambiarme de ropa y ver qué se podía hacer. No quise coger un taxi: frío medio de transporte donde los haya y preferí acercarme andando en busca de la estación de tren o la de autobuses y desde allí buscar una cómoda combinación a Crowthorne.
Lo más agradable fue volver en autobús coincidiendo con la salida del colegio de todas aquellas niñas insolentes con falditas cortas, camisas blancas y ese ligero toque de nínfula insufrible que tan irrestible me resulta. Afortunadamente, no tanto como para no caer en el pecado original o no tan original de violar alguna de ellas contra las paredes del autobús, bajo la mirada de sus amigas que están intentando aprender algo de lo que les pasará a ellas el día de mañana. Simplemente, sin más que algún pensamiento calenturiento, llegué al hotel y me cambié de ropa. Ese día me iría por ahí a conocer el pueblo. Si hubiese sabido lo que me esperaba conocer no sé si no hubiese postpuesto mi inspección todo lo más posible.
Más allá del Don Beni en el que había cenado la noche anterior, se extendía una calle llamada High Street (aunque igual sólo se llamaba High, de hecho, posiblemente, se llama así) en la que estaban los comercios. Los 16 comercios del pueblo. Porque no tenía más. Tres restaurantes, tres pubs, una oficina de correos, un supermercado, una gasolinera con tienda de productos varios, dos agencias de viajes, dos oficinas bancarias, una tienda de adornos joyas escobas objetos curiosos menaje del hogar, otra de caramelos y una última más bien indefinida que tenía la osadía de llamarse Mall. Esto, por supuesto sin incluir las tres iglesias, dos guarderías, el cementerio y el asilo de ancianos u hogar de la vejez, según la traducción literal.
El resultado de mi escrutinio fue una pequeña decepción que fue haciéndose mayor y más latente hasta llegar al punto en el que considero el aburrimiento como el estado natural del hombre en este pueblo. Especialmente, pude notar esto cuando el Viernes finalmente tuve ocasión de acercarme a la verdaderamente bulliciosa Londres de brazos abiertos y gentes alocadas, calles populosas, anchas avenidas, comercios multicolores, transportes públicos a discreción, cafeterías, personas muriéndose de hambre en el metro, o en las aceras, ricos comerciantes lanzando firmas bajo bodegones marrones de pubs de tres plantas con terrazas iluminadas, taxis, lanzallamas de alegría y tristeza, de vida y muerte, de miseria y riqueza, poder e impotencia, lujuria y más lujuria… pero esto aún no tengo que contarlo, para no alterar el orden cronológico o ilógico de la historia.
Entré en el restaurante indio de Duke’s Ride y pedí una comida que, por cierto, estaba delicios y al salir, fue cuando tuve claro que tenía que actuar, correspondía tomar alguna medida de precaución contra la inmovilidad de mis músculos y, dejándome llevar por la curiosidad, por la soledad, por el aburrimiento sobre todo y, también, por qué no, también por las ganas de descargar un poco mi semen almacenado desde hacía unos días, me atreví a comprar una revista en el establecimiento de la gasolinera.
La elección de la revista fue algo más difícil de lo que había previsto pues todas ellas parecían demasiado explícitas, como con poco hueco para que la imaginación de uno pueda entrar en el juego y participar en el proceso de excitación. Es más, de hecho, no me resultaban nada sugerentes las portadas ni en absoluto las imaginaba remotamente excitantes. Después de una costosa revisión de la colección que tenían (pues resultó que en esto sí tenían una gran variedad en este pueblo) me decidí por una en la que en la portada, al menos, se podía distingur a primera vista una mujer, en bragas y sujetador, haciendo juego a tonos rosas y una mirada seductora y juguetona. Creo, no obstante, que no es el principal atractivo comercial de estas revistas plagadas de fotos más bien extraídas de tratados de anatomía comparada.
Aproveché para comprar desodorante y una botella de agua pero no con la intención de quitar peso a mi adquisición principal que no era otra que la revista Men’s Only.
Una vez ante el mostrador, el chaval que tenía que cobrarme tenía una cara risueña y como cargada de picardía, de una picardía que yo no podía tolerar, le habría borrado la cara de un soplido o le hubiese sacado la polla delante de sus narices para decirle que a veces ella también tiene necesidades y no sólo mis sobacos, pero me abstuve de hacerme célebre en el pueblo y le dije que sí a un comentario que no entendí acerca de la compra y, sin más, me fui.
En el hotel, tumbado en la cama, con el techo mirándome, las paredes mirándome, la televisión mirándome, la cama grabando mis movimientos, reportándolos a recepción, pasaba las hojas de la revista intentando conseguir una excitación. Digo intentando porque no fue sino pasado un rato que logré que aquella poblicación sirviese para algo. Finalmente, mirando los ojos de la chica de la portada, me corrí.
La sensación conocida de vacío y tristeza me llevó a tiempos pasados, a una nostalgia de adolescencia aislada, triste y vacía, como si toda mi infancia hubiese sido una gigantesca paja que dios se hizo en la polla infernal de la vida eterna. Otra vez la vida eterna.
Afortunadamente, también me trajo el sueño y me dormí.
De esta manera había pasado el primer día de curso, el segundo de estancia en lo que mucha gente creía que se llamaba Londres y en realidad era Crowthorne.
El tercero de estancia y segundo de curso, o sea, el martes, comenzó de igual manera que el lunes y a la misma hora había terminado de desayunar unos huevos con beicon y un café con un par de muffins que no sé traducir. De cada desayuno, sustraía un tarrito de mermelada que luego hacía un viaje conmigo en taxi a Bracknell, asistía a las mismas tonterías que yo, escuchaba el mismo pavoneo que yo, esperaba a que el café de media mañana me permitiese llamar a Carmen, comía conmigo mientras yo comía enfrente al monitor a las doce en punto, como un buen y clásico inglisman. Por último, me acompañaba, como ese martes, a la estación de autubuses a coger el 194 que me dejaba en frente de Don Beni. Saludaba a mis conocidos y me dejaba caer por Duke’s Ride hasta llegar a Waterloo. Allí, el frasquito de cristal se iba con otros frasquitos de cristal con mermelada dentro que iban poblando el fondo del bolsillo de mi maleta. Yo, me iba solo.
El segundo día, martes, de curso, tercero de estancia, me decidí a ir a un café o a un bar a tomar una cerveza, comportarme como un auténtico inglés, así que tuve que decir que no a lo del café, y llegué hasta un local llamado Something Inn que tenía un par de tablas fuera en las que se podía estar sentado y aproveché para leer un rato a GG, mientras el sol se iba yendo despacio, como todo en este pueblo, por su línea de flotación y dejaba una claridad ambigua y fría en la que ya no me estorbaba. Disfrutando de esta calma, de esta soledad hasta aburrirme, se me acercaron tres muchachas, más bien jovenzuelas, una de las cuales, la más guapa que seguramente lo sabía, me preguntó en un idioma que me costó reconocer que si podía tener cincuenta pis. Tardé tanto en saber qué contestar que ella creyó que no lo entendía y me dijo, con un deje de altanería que si me lo escribía. Yo le dije que vale, le dejé mi cuaderno y ella me lo escribió (esto, después, me sirvió para un par de poemas, no está mal) pero yo seguía muy bien sin saber qué contestar, así que lo único que le dije es que los necesitaba y ella, entonces, ya sin muchas más palabras, dijo ok y se marchó arrastrando a sus dos amigas al fondo de la nada de la que habían surgido. Volvía a estar solo, en la mesa del exterior del BlahBlah Inn pero esta vez no estaba en calma, no dejaba de pensar en el descaro que había tenido esa mocosa para pedirme así dinero y en la falta de recursos en mi respuesta, la falta de ingenio, la brusquedad de mi derrota, vamos, que no pude seguir leyendo.
Por si acaso había suerte… este es un mal comienzo si no se cree en la suerte, me vine al hotel a cenar para poder aprovechar mejor el tiempo y luego escribir en el portátil o seguir leyendo en la habitación.
La cena en el hotel fue poco menos que mala. La cocina no parece muy interesante y la comida, en resumidas cuentas, de calidad pero preparada sin imaginación ni elegancia. Pero aproveché para escribir unas cartas a mis amigas desde la misma mesa de mi cena. Una forma insuficiente de sentirse algo acompañado.
El cuarto día de estancia y tercero de curso tenía que instalar en el portátil (para eso lo había traído, de hecho) la aplicación sobre la que me estaban formando así que, más que atreverme a escribir cosas mías o semejante, me dediqué a revisar el estado del equipo, a copiar la aplicación en el disco duro para que su instalación fuese más rápida, a tener presente todo posible imprevisto lo que, como su propio nombre indica, es imposible. Conclusión, no escribí lo que tenía que escribir para el miércoles que era este relato y no pude enviarlo al día siguiente. Como corolario de la conclusión, me sobró tiempo y me faltó tiempo para volver a practicar la única actividad medianamente placentera en este tiempo que me acompañaba aunque fuese en fotografías, que me hacía, por un instante, eso sí, sentirme menos solo para, un instante después, sentirme infinitamente solo, solo en profundidad y en extensión, en la distancia y en la hora, en el tiempo y el espacio, solo como sólo lo había estado hace ya tanto tiempo que no quiero recordarlo.
Tercer miércoles día de curso cuarto de estancia. Hacía tiempo que no disfrutaba comparativamente tanto del trabajo como ese día. Era mejor estar en ese edificio cibernético, frío y elegante, de corte inteligente y eficiente, seguro y limpio, azul y gris pardo, pardo como los pantalones de los fascistas, azul como los ojos de la muchacha de la media libra, era mejor estar encerrado que tan libre, tan libre como lo estaría cuando me devolviesen a mi realidad, a esa que no me estaba gustando vivir, ese turismo profesional que me preguntaba qué sentido tendría, cuál era la razón verdadera y profunda por la que yo estaba aceptando aquella vejación, aquella pequeñita alienación que muchos sé que considerarían privilegio. De nuevo, recuerdo la imagen de las paralelas que se tocan en el infinito.
A la vuelta al hotel, esta vez en coche por cortesía del compañero camarada instalador, me cambié de ropa, me quité la de la prostitución pues empezaba mi tiempo libre, y me fui al otro extremo de High Street a ver si había algo de la animación prometida, pues alguien me había mentido que en aquella parte el pueblo es más activo. Estuve cenando solo en un restaurante vietnamita, pero cuando digo solo quiero decir que yo era el único cliente. Y, en parte, puedo entenderlo porque no era nada sabrosa aquella comida más bien sosa y seca. Por supuesto, no se debe sacar de aquí que yo juzgo la comida oriental por el patrón de este local, en modo alguno, si bien al contrario, supongo que me extrañó encontrar un restaurante oriental en el que la comida fuese tan simple, que no sencilla, y desapetecible.
Volví al hotel intentando hacer que la calle se hiciese eterna, que el paseo fuese un paseo, pero no había nada que hacer: la calle diminuta no tiene manera de estirarse a esa velocidad tan lenta a la que pasan las cosas, si la luz fuese más despacio… pero resulta que dicen que la luz viaja a una velocidad fija y eso es lo que lo fastidia todo.
Por tanto, de nuevo otra vez temprano, demasiado temprano, en una soledad que no sabía manejar. En la cama, ya olvidada la revista por aburrimiento angelical, me dio por recordar a mi mujer, momentos que no puedo transcribir sin su permiso, su cuerpo insinuante que es tan superficialmente público como yo, sus curvas, sus senos, su risa, su dulzura, sus manos, sus besos, sus piernas, su culo vainilla, su sexo de miel, sabores, colores, texturas y además compañía, por fin, sintiéndome con alguien, aunque fuese conmigo mismo, con mi imaginación, con figuras de tango que bailaba en mi cuerpo, con pasos danzarines desnuda en el espejo, mi mano, poco a poco, me masturbó.
Quinto día jueves de estancia último de curso pues el día tercero nos habían dicho que daba tiempo a terminar en cuatro días con un poco de esfuerzo. Todos estábamos dispuestos a hacer ese esfuerzo. Especialmente yo, pues eso significaba un día libre para escapar de mi Elba, para ir a Waterloo, al de verdad, al de la estación de tren en Londres City, a ver pasar los coches por las calles, a lagrimear en los cafés mientras me perdía en la contemplación de alguna turista que ande despistada.
Las despedidas fueron poco más o menos gélidas. Como si no hubiésemos comido nunca juntos, como si nos acabásemos de conocer, como dos que salen a la vez de un autobús en el que han hecho un viaje de 20 kilómetros.
Yo volví a mi estación de autobuses, de ahí a Crowthorne y desde la parada al hotel. En el hotel bajé a tomar algo y leí un rato (ya había terminado a Poe y a Gunter Grass) de mi olvidado subjuntivista Kafka que resulta que no se consideraba kafkiano en el sentido de heredero de la tradición familiar y resulta que fue él, a partir de su vida, el que ha dado el sentido verdadero (único y verdadero) a esa palabra.
Por la noche, es decir, a las ocho, me acerqué a Don Beni donde quería tomar lo que suponía que sería mi última cena en este pueblo. Tal y como luego ha sido. Acabé tarde porque estuve hablando largo y tendido con el dueño del local, un siciliano más chulo que la mayoría de los hombres mortales, pero simpático y tolerable a pesar de ello. Tres copas largas de vino habían tenido la culpa (si es que esta palabra se puede seguir utilizando) de mi fluidez y atrevimiento.
Al final, casi en estado de embriaguez, me volví al hotel a dormir. Caí más bien rendido y a la mañana siguiente tenía que madrugar para coger el expreso X07 hacia Victoria Station.
Como un niño el día de su cumpleaños, esa noche apenas podía dormir, tanta excitación me producía el hecho de escapar por un día de este exilio, de esta prisión sin lindes, esta carcel en la que además había de ser mi propio carcelero.
Media hora más tarde que de costumbre, el desayuno, la consabida usurpación de material alimenticio, la despedida del recepcionista. La parada del autobús. Aún me quedaba media hora de espera, pero sabía que ya me estaba yendo, con esto, también un poco de vuelta a casa, un poco cerca de Carmen, de mi nosoledad, de mi Madrid de mis entretelas, de mis amigos y amigas, de mis cines, de mis calles, mi gente, mi miseria, mi tristeza descarnada y vital, metros y grupos de poesía, plazas terrazas, sol sin excepción, aire acondicionado, un baño que conozco, una botella de rioja en el trastero, sus besos, mis besos, poemas y libros.
Londres era un poco ese símbolo de final de recorrido, últimos metros, la meta está próxima, imagino sus piernas cayendo suaves bajo su vestido azul, el aire un poco atrevido se mete entre sus muslos y comienza a jugar, las bragas que no existen, el cuerpo se humedece, una garganta que traga saliva que sobra, saliva que hace falta, imagino en el baño, en el último segundo, en el tiempo de descuento, su sonrisa morena, su pelo alborotado, sus pechos puntiagudos, su piel insudorosa abrazando a la mía y el agua se agita, la espuma se evapora, movimientos suaves se transforman en ritmo, el ritmo caribeño en ritmo bacalao, tres últimos tambores estallan en el lago, una lava imparable destruye el universo, cadalso del dios padre, que se pierde él solito en la recta infinita que ya no es paralela, porque es curva infinita, circulo abierto, arco voltaico de mi felicidad, un fecundo adelanto de alegría inmensa, un adelanto, un caballo, un sueño que no cuento, un principio del fin.

Crowthorne, 20010526.

Esto no es una broma