Yo no soy un amante de la muerte

Desde hace veinte años he madurado la idea de la muerte. Me he consolado a ratos pensando que la mayor parte de la población también lo ha hecho. ¿Quién, en la juventud, no ha soñado con su entierro?. Pero mi obsesión con el tema alcanzaba cotas patológicas. Barajé el suicidio como salida de mis problemas desde mi primera derrota sentimental, hace dieciocho años. Entonces no creía en el poder de atracción de la tierra y si en el del infierno. Vendí mi alma al diablo, encarnado en manos de una encantadora y atractiva joven llamada Rosa, por tan sólo cinco duros. Ella pensó que bromeaba. Yo no. Pero, por supuesto, no pudo hacer uso de mi alma… hasta hoy.
Le compuse un poema sobre el mostrador, cuando yo trabajaba en un local de juegos recreativos, mientras sus labios carnosos besaban a otro. Manolo era mi amigo, pero conocía a Rosa y también le gustaba. Ella debía saber algo, pues cuando le besaba, me miraba de soslayo como queriéndome dañar. Por eso supe que era la encarnación de Satán.
Junto al mostrador le di el poema y los cinco duros y ella se burló infinitamente. Su desdén no hizo sino desatar mis ganas de muerte, de autodestrucción.
Me lamenté de no haberlo hecho unos meses después, cuando entré en la universidad y encontré una nueva encarnación del mal. Esta vez se llamaba Miguel Angel y estaba casado con una mujer irresistible y fatal llamada Helena. Yo soñaba ser Paris; que él fuese Menelao. Fue así: Ella acabó con él.
Mis primeros besos morían entre las tinieblas del miedo a mí mismo. Al menos, unos versos poblaron hojas secas el verano, única etapa misógina de toda mi vida.
Ese otoño, redacté mi primer testamento: En pleno poder de mis facultades mentales, dispongo que todo lo que tengo…
Tonterías de adolescente. Ahora sé que todo lo que tenía era la vida y ya es tarde.
Luego, tuve la desgracia de ser feliz: Habría de dejar de serlo. Seis años de altercados y coches que se acercan con terror a las cunetas, acercándose tanto al barranco que terminé por cogerle cariño y lamentar la aparición de aquellas vallas inútiles pero claramente disuasorias.
Una emigración lavó mis pecados en el Ganges y me hizo recapitular. Valoré las alternativas. ¡¡La imaginación al poder!!. Mientras tanto, un invierno viejo había terminado en el calor austral del trópico de Cáncer.
Tuve la desgracia de sentirme vivo: Habría de dejar de estarlo.
Desde entonces, el implacable tiempo ha quemado mis naves. Se ha consumido mi plazo como cigarrillo en un cenicero. He releído mi contrato de venta del alma, mi estúpido presupuesto de existencia del diablo y me he reído tragicómico de un final anunciado. Quienes compraron entrada, han podido venir a verlo.
Hoy, séptimo viernes del año 2000, he comprado una pistola en una tienda de deportes de montaña. No fue difícil conseguir el carnet falsificado. La caja menor era de cien balas, pero me han sobrado noventa y nueve.
Rosa, con sus labios carnosos, estaba mirándome desde el escaparate del establecimiento con su hijo de ojos rojos en una silla de mimbre, cuando el proyectil me ha atravesado desde el paladar hasta la coronilla. Los ojos rojos del bebé se han iluminado con un brillo de recuerdos.
En un último instante, he mirado a Rosa. Un guiño de su párpado suave me ha explicado lo que nunca me atreví a preguntar: Nuestro hijo lleva mi sangre y mi alma.
Ya no soy nunca más un amante de la muerte, desde esta mañana, soy su marido.

M-20000221.
Dedicado a Mefistófeles.

Un cuento de un día

Un día iba andando por la calle cuando, repentinamente, alcanzó la esquina del fin de semana.
Se sobresaltó ligeramente al encontrarse con el sábado y, algo turbado, siguió el camino como si no pasase nada. Cualquiera que le hubiese mirado el semblante, pálido y, no obstante, tenebroso, se habría percatado de que algo le ocurría. Sin embargo, nadie lo encontró.
Pasó una noche de sábado casi alocada y llena de juventud. Como si tuviese fuerzas para resistir noches irresistibles. Se sintió reconfortado por el giro a derechas de la madrugada y se despertó un domingo que esperaba soleado y azul. Porque los domingos son azules como el ojo de una pupila fría. Especialmente en estos fríos meses de invierno.
Pero este día se levantó brumoso y soñoliento. El día había que aprovecharlo igualmente y continuar una marcha sin sentido pero con final.
Nuestro día pasó corriendo por un fin de semana o principio, según el país, en el que la oscuridad se fue haciendo más y más obvia.
De este modo entró en un lunes que siguió siendo difuso y trabajador. La mañana casi había despedido los rayos de la luna cuando el sol tímido no se atrevía a asomarse. El muy dormilón…
Los labios de una nube besaron el día y este se estiró con la fuerza de veinticuatro horas.
Dos pasos. Niebla.
El lunes nublado fue descargando unas gotas de agua en forma de aire respirado. La lobreguez aumentó, in-crescendo, como un jersey de lana de grises degradados. Alcanzó una garganta nocturna y negra que llenó el día.
Cuando el martes comenzó, apenas se podían distinguir contornos entre las formas del día que amanecía cansado y como sin fuerzas… ¡Qué lejanos parecían los alegres momentos del sábado a la noche!.
La pereza inundaba sus músculos temporales y se apoderaba de las ganas de moverse. “¿Por qué?” – remoloneaba – “¿para qué?”.
No había respuesta ni eco en el fondo impenetrable, insondable de un martes lúgubre como ninguno.
El día fue avanzando agotado hacia el penumbroso final del periodo marcial, plazo de Marte, guerra negra y muerte eterna… cargado con unos pensamientos densos y funestos que invadían su alma apesadumbrada.
Aún así, logró rebasar la medianoche y entrar, como triunfal de sí mismo y del destino, en un miércoles que auguraba tenebrosidad.
Efectivamente, la niebla que rodeaba el día desde el lunes se había hecho más consistente y compacta hasta el punto de poderse atrapar las palabras en sólidos magmas de plomo.
La energía abandonó al día a su suerte y se escurrió diluyéndose entre la sombra.
El día sintió el punzante aguijón de la muerte. Se estaba acabando… no había más tiempo ni más momentos… reflexiones aciagas se acumulaban macizas sobre él. Soñó una vida nueva, un despertar de sol y sones nuevos, como caballos de crines verdes en un campo de trigo azul. Soñó un despertar a un mundo digno para la vida, digno para cada día, para todos los días… pero despertó.
Había pasado una noche insoportable y cruel entre latidos de su propio impulso y presiones de un exterior apretado y viscoso.
Súbitamente, se encontró cayendo por un acantilado de profundidad incalculable pero podía también notar como el astro rey calentaba su cuerpo y como, este día, era renovado y revivido.
El miedo por la caída fue haciéndose más y más certero. Un día no podía resistir golpes semejantes, y menos teniendo en cuenta el contraste con el agotamiento de las jornadas anteriores.
Finalmente, junto unas ramas de arce verdes, al lado de un río de aguas transparentes y cristalinas, donde bebía una bella garza que se dejaba acariciar por brisas de olores frescos, el día sucumbió y originó un profundo rectángulo en los calendarios del mundo que ahora se conoce como Jueves.

La cuchilla roja

¡Al fin me han vuelto a sacar del armario!.
Desde hace tres meses vivo allí, junto las malditas polillas y, lo que es peor, entre alcanfor. Me han liberado hoy y he podido verla.
La verdad, mi sustituta no es una máquina tan especial. Eso sí, es joven, más fuerte y vigorosa, puede batir incluso hielo, mientras a mí siempre se me habrían destrozado dos aspas por lo menos. Pero tengo más corazón…
Creo que están pensando lo de mi reincorporación para el arsenal de herramientas.
Yo siempre he estado fielmente al pie del cañón, preparando una mahonesa fantástica y sabrosa, unas salsas increibles, desleía las sopas y los grumos con una pasión irrefrenable, abrazada por una mano humana que notaba mis vibraciones afectuosas. Ahora es tan frío como ese hielo triturado… un botón, temperatura, el tiempo y basta… Ya no hay pasión, ya no hay amor. Pero nadie parece apreciarlo.
Me pudro en la oscuridad de un armario sin sentido… a veces preferiría morir, pero no tengo lo que se dice vida. ¡Mierda!. Ni siquiera tengo el placer impío del suicidio.
Hoy seguro que esa Thermomix se ha averiado. Yo no soy rencorosa, pero he deseado durante un periodo que parece infinito, una cosa así. Ahora vuelvo a ser indispensable. Vuelvo a ser necesaria.
Incluso el nombre suena absurdo: Thermomix. Es como esos muñecos de dibujos animados japoneses… todo el mundo sabe lo que es una turmix, pero Thermomix… ¡Qué ridículo!.
Entre la freidora y el horno microondas se cree en posesión de la verdad y no es más que un ingenio estúpido, como yo y como todos, que no tiene la menor posibilidad de sobrevivir al paso del tiempo. Alguna máquina vendrá a sustituirla y estará una larga temporada en el armario antes de morir…
Pero yo hoy vuelvo a ser necesaria.
Noto que el tiempo ha pasado en mí y mis hojas están sucias. Sucias de polvo y tristeza, de pena y soledad, pero pronto voy a poder demostrar una vez más mi poder afectuoso y cercano, como de siempre…
Lo que no acabo de entender es qué le pasa a esa máquina. No parece que esté en proceso de reparación. Posiblemente, entonces, estaría en otro sitio, ni creo que hayan pensado que es inservible. Lamentablemente, el afán de tecnología es tan grande que eso es algo ilusorio. He de reconocer que su tecnología es más avanzada. No puedo negar una evidencia. No entiendo porqué puedo aún ser necesaria como para haberme rescatado de mi lúgubre reclusión para enseñarme el mundo. Quizás no quieren manchar el complicado artefacto y piensan que yo soy más simple, de limpieza más sencilla… aunque eso no es verdad. No pueden equivocarse en esto. Es más fácil limpiar un aparato como ese, que prácticamente se autolimpia, que una maldita batidora. Pero igual quieren sentirme de nuevo, quizás es eso, quizás quieren sentirme entre sus dedos como yo les añoro. Quizás ellos también añoren mis vibraciones y mis posibilidades…
Lo que no entiendo es para qué, entonces, me meten ahora en esta caja, que ni siquiera es mi caja, mi humilde guarida, y me dejan aquí, junto unas botellas de vino vacías. Supongo que será para utilizarme luego. Seguramente es para poder hacer uso de mí más a menudo, así, no tienen que ir a buscarme cada vez en el rincón oscuro del armario.
Esto parece una buena explicación. Sí. Puede que hoy mismo no me necesiten pero pronto me van a usar, voy a volver a ser útil. Sólo me queda esperar.

M-20000124.

El Camino

El autostop es una práctica muy habitual para aquellos que inician sus estudios universitarios y desean ahorrar un poco de dinero para gastos también habituales.
Después de sus clases de derecho, María emprendió, como cada día, camino a la carretera donde era usual que parase pronto algún conductor porque era una chica menuda y sonriente con una angelical carita blanca como una nube de algodones rosas.
Una vez en el arcén, depositó en el suelo la pesada mochila cargada de libros vacíos de justicia para estirar el brazo. El sol estaba en su apogeo y era algo valiosísimo para cualquier autostopista que no quiera ser atropellado, sin embargo, hacía un frío mortal, gélido, casi polar. Especialmente cada vez que un camión casi la arrollaba y dejaba una estela de viento que cortaba las venas.
Después de diez minutos se detuvo un volkswagen rojo con un chaval joven conduciéndolo. María pensó, como de costumbre, que podía ser interesante esa forma de conocerse y luego en el pueblo irse a tomar algo juntos, charlar, beber, quizás, incluso, irse a comer y descubrir que él era el hombre de sus sueños, el príncipe azul montado en su volkswagen rojo.
Lástima, él iba hacia Pozuelo y se había perdido. Ella ha sabido indicarle y, además, se ha quedado en el maldito arcén esperando la llegada de otra oportunidad.
Otros diez minutos, más o menos, y ha parado otro coche. Esta vez no le ha dado tiempo a ver quién conducía pero después de veinte minutos aterida de frío no hay ganas de ponerse melindrosa.
Es un dos caballos azul, pero con ese azul de los coches de más de 10 años, sin brillo ni vida. Salió corriendo para hacerle esperar el mínimo tiempo posible y llegó a la altura de la ventanilla, una de esas ventanitas extrañas de los dos caballos, casi peligrosas.
¿Vas a Colmenar?
Claro. Sube.
Por dentro parecía más limpio que por fuera y el hombre que lo conducía le resultaba muy familiar. Por otro lado, Colmenar es un pueblo pequeño y todo el mundo tiene un aire conocido.
¿No me conoces?. – dijo él tras un largo y casi tenso momento de silencio.
Pues… – casi estaba a punto de decirle que era su profesor de historia en el instituto, pero no podía ser, estaba muerto. ¿O no?
Soy Camino. Tu profesor de historia.
María se sobresaltó sin saber porqué y no pudo evitar preguntar si no había desaparecido muy repentinamente del instituto como para ahora dar señales de vida.
No. No desaparecí. Sólo me transformé y la gente decidió dejar de verme. Yo era el que estaba siempre cuidando de ellos en otros tiempos y ahora ya deciden que sobro en sus vidas. La verdad, no lo entiendo.
Tampoco estaba tan cambiado como para decir que se había transformado. María empezó a pensar que esa conversación era un poco extraña y se sintió algo incómoda, pero es normal cuando haces autostop. Es un rato misterioso en el que nunca encuentras lo que esperas y siempre esperas un rato, a veces silenciosamente, hasta que llegas al final del camino.
A lo mejor, se estaba refiriendo a su cambio político, pensó, a esa maniobra que había realizado hacía casi cuatro años, justo uno antes de desaparecer, cuando dejó el partido comunista al que había estado siempre aferrado como a un clavo para irse al regionalista independiente.
¿Sigues viviendo al final de la calle del colegio San Andrés?
La sacó de sus pensamientos con una pregunta que mostraba que él sabía mucho más de ella que ella de él. Claro, que es una pregunta de lo más normal si se tomaba en cuenta que la estaba llevando a casa gratis. Casi se podría decir que amable.
Decidió contraatacar con algo inquisitivo para descubrirle un poco.
¿Dónde fue cuando dejó el instituto?
Entré en la empresa que ahora me ocupa. Vivo allí todo el tiempo menos cuando tengo que salir para hacer algún trabajo a domicilio o en carretera. La verdad es que la gente no entiende mi trabajo pero es creativo. No siempre lo hago de la misma manera, además, también tiene que ver con la historia. Si no fuese por mi empresa, no habría paso real del tiempo y nos estancaríamos en la eternidad.
Ya.
La pobre María tenía la impresión de que no había mejorado nada su estado de desconocimiento. ¿Empresa? ¿paso real del tiempo?, ¿eternidad?… ¿de qué está hablando el tipo ese?.
A estas alturas de viaje, cree que lo mejor es llegar al final y salir del coche cuanto antes así que le dice que le deje en otra calle, dónde sea, que ahora no va a su casa y que se lo agradece igual pero que… bueno, claro, sin nunca herir su sensibilidad, si es que tiene.
El camino se fue haciendo lento y pesado como una losa, no avanzaban, parecía que nunca iban a llegar. Un camión delante de ellos, además, pisó el freno bruscamente pero el Camino dirigía su coche incluso sin mirar, mientras le preguntaba algo sobre su carrera de derecho que ella respondió sin el más mínimo interés en mantener la conversación.
A la entrada, él le dijo que entrarían por la siguiente entrada. Ella no se opuso aunque no le venía mejor. Pero el caso era llegar a Colmenar y acabar con todo aquello.
No te inquietes. – Dijo él como leyéndole el pensamiento. – Ya llegamos.
No, si estoy bien. – Acertó a responder María sin pensar.
De repente se metieron en una calle que ella no conocía y le miró por el rabillo del ojo esperando una respuesta o algún gesto que mostrase la elección de aquella ruta. ¿Qué pintaban cerca del polígono industrial?. El coche estaba yendo cada vez más rápido, veloz. Tuvo miedo. No pensaba en que se podía estrellar sino en porqué estaba pasando todo aquello. No tenía ninguna explicación.
Sí, pronto vas a tener la explicación. – De nuevo le sorprendió ese diálogo entre su mente y sus palabras.
¿Qué?
Ya hemos llegado.
Pero…
Estaban en la puerta trasera del matadero de cerdos. Justo donde vio por última vez a Camino cuando salió del pueblo. ¿O no lo había dejado nunca? ¿Qué hacían allí? ¿Qué broma era esa?
Bueno…, gracias, ¿me dejas bajar?.
¿Todavía no lo entiendes o no lo quieres creer?. Quiero decir que ya has llegado al final de tu camino. Ahora tienes que venir conmigo. No tengas miedo.
Pero… – Dijo mientras le seguía por el pasillo lleno de sangre del matadero.
Tenemos un trabajo para ti. Te va a gustar. Ya verás cómo le ves relación con el derecho civil…
¿Cuáles son las condiciones? ¿En qué consiste?
Poco a poco se fue acercando un chorro de luz morada sobre ellos que los sepultó suavemente en un sótano lleno de bolsas de plástico con cerdos muertos.

M-19991122.

El día que conocí a Antonia San Juan

El charly lo que pasa es que era un hijoputa. No sé porqué coño me iba a extrañar que acabara así. No te jode.
Mira, lo que pasa es que antes no era así, pero, ¡coño!, yo tampoco era así y a nadie le importa ni le parece raro, ¿no?. Pues eso. El muy hijo de la gran puta se merece como ha terminado. Ya ves, tirado en un metro cuadrado. Y el muy cabrón que tanto presumía de conocer mundo. ¡Toma mundo, hijo de puta!. ¡Cómetelo todo!. No te jode…
Ya le dije yo que no se tirara a la Chelo, la de la peluquería de la Mari Carmen, pero el gilipollas, cuando no tenía la polla metida en algún sitio no era persona. Míralo ahora, ¿qué?, ya no chuleas, ¿eh?. ¿Quién coño va a chulear cuando le están dando por culo las putas del primer piso? y sin poder defenderse…
La Chelo entró en el barrio va a hacer ya… diez años, creo. Entonces sí que era alguien el hijoputa del Charly…
Se pasaba todo el puto día metido en los billares del calvo. Cuando no estaba haciendo algún trapi se estaba cepillando a la hermana del calvo en la trastienda. No, si el tío era guapo, la verdad, pero ahora… bueno, total, que cómo olía siempre a limpio pues las pibas se morían de ganas de encasquetarse un polvo fácil. Porque el Charly era un tío fácil, ¿eh?, ya ves. Se pasaba el puto día ahí, tirado sin hacer nada… así también ligo yo, no te jode. Y gastaba pelas cómo si fuese un marqués, el hijoputa. Se debía creer que el dinero salía de los árboles.
Bueno, el suyo sí, no te jode. Hacía trapis con los colombianos esos de sudamérica. Claro, así acabó. Metido hasta los huesos en la mierda esa.
De cani era un tío legal, un chaval hasta elegante, ya ves, pero luego de que se fue su viejo, al muy capuyo sólo se le ocurrió dejar la escuela y pirarse a Francia a coger uvas.
Cuando volvió estaba ya en drogas y con ganas de ganar pelas haciendo lo que fuese. Hasta creo que llegó a currar para la pasma. Claro, no podía durar siempre, ya se lo decía yo.
Me acuerdo todavía cuando íbamos con el Palmo y Juanjo Guerra. Era la hostia. En todo el cole nos tenían más miedo que nada. No te jode, el bestia del Palmo tenía ese nombre porque sus manos eran como palmas y daba unas hostias que no veas.
Además, todo dios tenía miedo del Charly. Decían que estaba pirao y la verdad es que puede que tuvieran razón. Por eso, mira, ahí le ves, en su metro cuadrado…
Pero era un tío legal, joder, cantidad de enrollado. Siempre me acompañaba a casa para que los del barrio no se metieran conmigo. No, si el hijoputa era un buen amigo, lo que pasa es que no se sabía comportar.
Sino, ¿de qué cuando le contraté para currar en el Pepita, se folla a la Juani?. Ya le había dicho que dejase en paz a la niña, coño.
Pero conmigo las cosas le iban bien. Entre lo que se sacaba en el bar y lo que se levantaba luego en los billares… hacía una pasta el hijoputa.
Yo creo que lo que siempre le jodió fue que yo le levanté a la Pepa. Antes estaba como un tren y se la quería tirar todo el barrio. Estuvo de novia con el Charly, pero no era nada serio. Un día me va el tío y me dice que lo hagamos los tres. Si es que… el Charly siempre era igual, quería ser diferente y no sabía que hacer para demostrarte que era más que tú. Total, que se lo conté a la Pepa y, claro, se mosqueó. Porque la Pepa era honrada, ¿eh?, lo que pasa es que estaba muy buena.
Y el muy cabrón todavía me echa la culpa a mí y me dice que si soy un hijoputa y que si esto y que si aquello y que la quería de verdad, como nunca ha querido a nadie… Joder. Haberlo dicho antes, ¡coño!. Yo cómo lo iba a saber, ¿eh?.
Pero bueno, además, ella quería estar conmigo, después de todo, porque sino, a ver, ¿de qué va a querer estar conmigo justo cuando rompió con él?.
Además, que eso fue hace mucho, luego vino lo del bar y luego las pequeñas.
¿Quién coño le ayudó cuando salió de la trena, eh? Pues yo, joder, y eso era como devolverle lo del cole, ¿no?. Joder, por lo menos duró casi el mismo tiempo. Estuvo trabajando en el Pepita más de dos años pero el gilipollas se creía que cuatro años en la trena no hacen nada, que puedes salir y ¡ala! ¡a tomar por culo! ¡Sigue gastando como antes de entrar!. ¿Pero es que no se da cuenta de que ya no puede seguir así?.
Yo le decía: “Tronco, búscate una piba guapa, así, como la Pepa, y madura, ¡coño!, que esta vida es la que hay, joder, que hay que currar y currar para ser alguien”.
Pero a él como si le hablaba de fútbol. Se lo pasaba por el forro de los cojones. Y lo peor de todo es que me dice que me meta en mis asuntos. ¡¡Pero será hijo de la gran puta!!. Y ¿qué se cree?, ¿que mi bar no son mis asuntos o qué?.
Le tuve que dar una paliza para que entrara en razón y él que nada, que a lo suyo… encima va y se folla a la Juani. Pero es que ese tío se lo estaba buscando, me cago en la puta.
La Juanita es la sobrina de Pepa, de la hermana mayor, la Tere, que se quedó embarazada con 15 años. Eso para que digan de la Pepa. Fue la mejor de las tres. Pues eso, que nos la habían mandao para que la educásemos un poco y le diéramos el puesto de camarera en la terraza. Bueno, sólo era en verano así que tampoco era para decir que no. Pero, ¡coño!, ¡era menor de edad! Y el gilipollas ese que no respeta nada. Le da igual lo que sea, con tal de que tenga la regla. Yo creo que si los hombres tuviéramos la regla, el Charly se haría maricón.
Bueno, ahora no creo que se le levante ni con la Claudia Chifer. Se ha convertido en ese trapo sin dignidad. Joder y cuando un hombre pierde la dignidad, pues ¿qué queda, eh, qué?. Pues nada.
Míralo ahora… ¡Joder! si es que da hasta asco.
Para colmo, el muy imbécil se había quitado en la cárcel del caballo pero se pasó al crack. A mí me la traía floja si se colocaba fuera del curro, pero dentro lo quería bien sereno, que ya estaban las cosas bien difíciles sin un camarero drogata como para controlar a uno como el Charly.
No quise hacerlo, ¿eh?, pero tuve que echarlo. Me espantaba a la clientela. Además, lo de la Juani era la hostia. Por poco la palma con la pildorita de los cojones. Me imagino a la Tere diciendo como una histérica que si la culpa es mía, que esos amigotes que tengo son unos cerdos… ¿qué coño sabrá esta de quienes son mis amigos? Si es que está loca, de verdad. Si queréis ver algún día un ejemplar humano loco de remate, lo que se dice loco, decidle que su hija se quedó embarazada a los quince, como ella y que su nieta va a hacer lo mismo… ya veréis.
Por no llevarlo a la cárcel otra vez, le pegué yo una somanta de palos y asunto terminado. No había porqué meter a la poli en esto. Y el muy hijoputa ni siquiera me lo agradeció. Si le llego a llevar a la comisaría, nada más entrar lo funden y, bueno, luego ni te cuento, le abren el culo por marica y por cobarde.
Es que no se puede ir por ahí como si fueses el amo del mundo sin pagar las consecuencias. Y son caras. No te jode.
Luego encima se lía con la Chelo… pero ¡coño! estaba buena, pero no era para acercarse, que tenía diecisiete años y por menos de nada te buscas una historia.
Y ahora la muy puta trabaja en el bar de enfrente, el de estriptis… seguro que es una de las guarras que se desnudan por cuatro duros. Pero sigue estando buena. Tiene esas piernas duritas y largas que parecen de televisión…
De la paliza que le arreó el bestia del marido de la Mari Carmen, se le quedaron las dos piernas atrofiadas. Joder, es que hay bestias por el mundo, me cago en la puta. Pero es que el Charly no escarmentaba, ¡coño!. Le podía haber servido de algo lo de la Juani, pero no; él va y se tira a la Chelo.
Hacía ya varios meses que no le veía y hace unos días lo he vuelto a ver en el barrio, en esta misma calle. A primera vista casi no le había reconocido.
Tiene todo el tiempo unas ojeras negras como de no haber dormido en semanas. Igual es porquería. El tío huele como a mierda. Claro que no me extraña, no tiene más que un puto metro cuadrado donde hace todas sus cosas.
Duerme en la acera, pegado al cristal de la tienda de regalos. Uno de estos días le van a dar de hostias otra vez y luego se quejará. Joder, es que no es un sitio para dormir, ¡coño! que los clientes al día siguiente a ver cómo se atreven a entrar. No te jode.
Además, el hijoputa sigue pinchándose y deja todo por ahí, con restos de vómitos y sangre. ¡Joder, que no es un espectáculo agradable y basta!.
Pero el tío es como que no se da cuenta. Yo creo que es como siempre, que pasa de todo. Si gana dinero lo gasta, si puede follar, se tira a las jovencitas, si caga… pues en la puta calle, como los putos perros.
¡Coño! eso sí que es perder la dignidad, no te jode, si ya no tienes para papel, ya no eres un hombre.
Yo le he visto calzarse los pantalones justo después de haber soltado un cagarro como un chorizo de grande… y como si nada, luego sigue durmiendo la mona hasta las dos o las tres o hasta que la poli le da unos toques para que no moleste. Joder, es que no es para menos…

Hoy, cuando volvía de comprar cervezas, el cabrón, me ha pegado un susto de muerte.
Se me pone en medio como un poseído y me dice que es su cumpleaños y que quiere estar con el Palmo y conmigo… pero ¿cómo cojones le explico que Luis, el Palmo, ya no vive en Madrid? Si él ni siquiera sabe dónde está. No te jode.
Mira, yo ni creía que fuese a conocerme. Creía que estaba todo el tiempo ausente o así, medio perdido o qué se yo. Pero el hijoputa se me planta en medio y me coge de un brazo con una mano sucia como el hollín.
Por poco le parto la boca ahí mismo, pero me ha dado pena. Joder, aunque sea por los viejos tiempos, me digo, voy a dejarle hablar un rato.
El muy idiota, me da un poco del vino que tiene en la botella de plástico. Yo le digo que muchas gracias pero que no quiero.
Entonces me cuenta la historia más imposible que me había contado nunca, me dice, entre interrupciones constantes para pedir dinero a los que pasaban al lado, que ha visto a Antonia San Juan y que va a quedar con él para cenar.
Mira, que quieres que te diga, a ti también te daría la risa, así que me descojono delante de sus narices y le digo que si ni siquiera sabe quién es. Entonces va el hijoputa y me saca una foto manoseada y algo más, posiblemente, del bolsillo de su abrigo medio destrozado.
La foto es de una invitación a no sé qué y dice que le ha invitado a que vaya allí, pero que necesita un traje para que le dejen entrar.
¡Hostias! si ya sabía yo que el hijoputa este me iba a pedir algo.
Mejor, le digo, intentando hacerle un favor, te doy diez duros y me das la invitación.
¡Una mierda!, dice.
Pues mira, que te den por culo, gilipollas, ¿acaso crees que te van a dejar entrar aunque tengas un traje de lujo?
El tío me mira como si yo no supiese que él tenía alguna fuerza interior o algo por la que sabía que le iban a dejar entrar. Entre eso y como si ni siquiera me viese aquí, a menos de un metro de su cara.
No sabía si irme ya de una vez o partirle la cara. La verdad es que, al final, con la discusión y que el tío no paraba de tirar de mi brazo, se ganó un puñetazo en los dientes. Yo estoy seguro de que me dolió más a mí que a él porque seguro que estaba en estado de coma o algo así.
¡Joder!, al final me había puesto nervioso y cuando me da el nervio me sale la mala hostia. Así que se ganó otro guantazo y además le quité la jodida invitación para que dejara de darme la coña. No te jode.
Al llegar a casa me di cuenta de que la invitación era para dos personas y le dije a la Pepa que nos íbamos a ir a esa cosa a tomar unas cuantas copas.
Ha estado bien. Lo mejor, sin duda, era el champán. Era de ese de etiquetas negras como en Navidad. Era algo aburrida, pero he conocido a la Antonia esa y a otro mogollón de gente medio de las revistas.
Una de las tías tenía las piernas como la Chelo y me he acordado de que tengo que llevarle mañana unas tortillas de patatas que habían encargado de ese local. Igual no estaría mal hablarle de las cosas del pasado y ver si hay alguna posibilidad de echarle un kiki gratis. La hijaputa está muy buena, la verdad.
A lo mejor ella también ha visto al Charly y le ha reconocido.
No creo. Seguro que él ni se acuerda ni se quiere acordar. Además, ¿para qué?.
¡Joder! ¡Hostias! Lo que pasa es que la Pepa ya no se va a volver a creer lo de que me voy con el Charly de bares… ¡Mierda! Tendré que ir pensando otra excusa ver los martes a la Juani. ¡Me cago en la puta!…

Treinta bocas para treinta pollas

Hoy he entrado en el cine X de mi barrio. El vídeo los ha exterminado a casi todos y, ahora, puedo entender, mejor que nunca, porqué.
Desde aquella vez en el 80, cuando, junto un western de John Wayne, se proyectaba en la sala Odeón de mi pueblo una película porno, no había vuelto a asistir a una sesión de semejante género con la intención de verlo.
Entonces yo tenía trece años y muchas cosas por descubrir. De aquella ocasión sólo recuerdo el asco que me produjo ver rasurar el coño de la actriz principal. Por lo demás, preferí, aunque no me atreví a confesarlo, la cinta de Wayne.
Pero hacía algunos días que un cierto morbo por lo desconocido me atraía a introducirme en la sala.
Hoy tengo que escribir un poema erótico y esto me ha servido de excusa suficiente para ir a conocerlo.
Sentía una extraña mezcla de pereza y vergüenza que ralentizaba mis acciones. Creo que una parte de mí no quería ir, para lo que intentaba que pasase la hora del pase. Las 14:45.
Llegué a la puerta, camino de un buzón, a las 15:05 y, sin saber a dónde dirigirme, me acerqué a consultar la cartelera: La sustituta y Reto virginal.
Cuando estaba a punto de largarme desmotivado por el retraso, un tipo con aspecto agradable pidió una entrada en una ventanilla cuadrada y diminuta desde la que una mano vieja procuró un ticket.
Animado por ello, decidí pedir otra. Me respondió la misma mano con un papelillo de un centrímetro cuadrado perdido entre las dos monedas de vuelta.
La revisé en busca de un número o algún dato que me ayudase a situarme. No encontré nada.
A la sala de proyección se accedía siguiendo un pasillo ancho y que iba perdiendo luz.
Entré dándome cuenta de que había olvidado las gafas en casa. Esto, junto con un temor inconcreto por sentarme en las últimas sillas, me llevó a acomodarme en la tercera hilera.
Inicialmente no podía ver nada que no fuese la pantalla. Tanto es así que temía golpear a alguien o sentarme en algún lugar improcedente por alguna razón desconocida. Demasiadas imprecisiones y dudas como para permanecer relajado.
Me iluminaba un primerísimo plano de una vagina penetrada incansable y maquinalmente a ritmo frenético por un falo brillante. Le acompañaban unos testículos perfectamente rasurados que campanilleaban sobre las nalgas de la fémina cuyas piernas abiertas recibían el furibundo ataque.
De unos altavoces de calidad deplorable, provenían unos gemidos inverosímiles en inglés subtitulado.
Gracias a los planos generales, que se aprovechaban para que alguno de los protagonistas se reubicara, conseguí tener algo más de visibilidad.
Los asientos delanteros estaban lo bastante alejados como para poder estirar las piernas con holgura. Un pasillo central era el cortafuegos en aquel bosque de pollas enhiestas, por el que unos guardianes al acecho deambulaban sin que pudiesen distinguirse sus rostros.
Había paseos y trajín mientras el film, ininterrumpido, pasaba a otras escenas similares, casi, diría, indistinguibles.
Yo tenía la impresión de estar viendo un documental de la dos de animales bípedos en pleno proceso de cortejo nupcial: Absolutamente anatómico.
Me empezaba a aburrir.
Un hombre de unos 60 años se colocó cinco butacas a mi derecha. A aquella distancia podía advertir sus miradas furtivas como si yo le incomodase. Esto, después, descubrí que no era así.
Entre tanto, el ajetreo de sombras continuaba sentándose y levantándose acá y allá.
Agradecí entonces no haber tenido las gafas y estar situado entre las primeras líneas, cerca de la salida. Un miedo inconsciente se apoderó de mí y tensó mis nervios. Mis ojos escrutaban el lienzo procurando descubrir algo que hubiese merecido ochocientas pesetas.
Nada.
Mi vecino se incorporó y, tras unas vueltas errantes por los pasillos de la sala, regresó a mi lado. Esta vez, sólo una butaca entre él y yo. En ella, mi abrigo con mi cuaderno azul y unas cartas pendientes de enviar.
Pensé en cambiarlo de lugar, pero podría parecer una invitación. No lo hice.
En este periodo, sus miradas ya distaban mucho de ser sutiles. Consecutivamente se dirigían de la pantalla a mis pantalones como intentando reconocer qué escena me excitaría lo suficiente. Pero suficiente, ¿para qué?.
No sé si esperaba que me masturbase allí, a su vista; si le valdría con mi excitación para masturbarse él o para alguna otra cosa.
Yo, aparte de no excitado en absoluto, comenzaba a estar muy incómodo y sin saber qué hacer.
No quería estimularle ni molestarle ni nada que tuviese que ver con él. No quería que estuviese allí.
Pensé moverme pero sabía que la situación no mejoraría y se repetiría en cualquier otro lugar del local.
Podía abandonar mi estúpido empeño pero me había puesto o propuesto un límite mínimo para ver si pasaba algo… no sé, ¿interesante?. Había decidido que me marcharía cuando en la puerta de salida se notase oscuridad en el exterior.
Pensé sacar mi block de notas y escribir, suponiendo que aquello le incomodaría pero, por otro lado, acercarme para recoger mi cuaderno, podía darle una ocasión para malinterpretarme.
Mis cambios de postura debían de ser tan frecuentes que, sin palabras, pareció entenderlo.
– Si te estoy molestando me voy.
Yo le mentí con un gesto indicándole que estaba interesado en la película pero, claro, no se lo tragó.
El semen de una eyaculación salpicaba a gran escala los dientes de nata de una protagonista sonriente.
– A este cine viene la gente a esto; pero si te molesta, me voy. – No sé cómo había descubierto que no sabía a qué asistía la gente a ese cine. Yo acerté a responder en un susurro tímido:
– Ya, pero yo vengo a escribir.
– Pues te vendría bien una mamada. – Respondió mientras se levantaba. – Te relajaría, sí, te vendría muy bien.
Se fue y, momentáneamente, me sentí aliviado.
Dos rubias muy atractivas preparaban una escena lésbica.
En la localidad que había ocupado el viejo, se sentó un chico que, aunque no podía ver, sabía que era joven.
Depositó sus cosas a su izquierda y, tras reparar en mí, prestó atención a la película.
Unos segundos más tarde, mientras una lengua gruesa hacía bailar un clítoris protagonista, distinguí su mano palmotear su miembro posiblemente en un intento de acelerar una erección.
A mi izquierda otro viejo se posó con dos asientos entre nosotros. De nuevo, fisgonería inquisitorial. La falta total de intimidad me intimidaba. Estaba molesto.
Resolví dar por concluida la apuesta en cuanto alguno de los que me bordeaban cambiase de sitio.
El joven terminó sus agitados vaivenes y buscó algo entre sus pertenencias. Supuse que un klinex.
El viejo insistía en sus pesquisas pero yo ya sabía qué es lo que había.
El joven se levantó y enfiló el pasillo hacia los escaños traseros.
Un hombre tomó asiento justo delante de mí. Noté el jadeo de otro detrás de mí.
Por primera vez se me ocurrió que alguien, posiblemente hoy mismo, había ocupado mi sillón y tuve un acceso de asco irrefrenable e improrrogable.
Chequeé el contenido de los bolsillos de mi chaqueta, me incorporé y, pidiendo disculpas al viejo de mi izquierda, salí al corredor por donde había entrado y escapé, nervioso, al tráfico de la Corredera Baja de San Pablo.
Antes de tirar mi entrada, observé, no sin cierto asombro, que el nombre del cine en el que acababa de estar es Cervantes.
Ahora tengo que escribir un poema erótico pero creo que nunca había tenido la lívido en un punto tan bajo. De todos modos, he de intentarlo.

Una tarde en Bangkok

En Bangkok existen unos vehículos que reciben el onomatopéyico nombre de tuc-tuc.
Un pequeño motor de cilindrada menor a la de un ciclomotor, empuja un triciclo encabezado por un asiento para el conductor y que arrastra un diminuto receptáculo donde un escaño forrado de plástico sirve de acomodo a los pasajeros.
En ocasiones, puede verse uno cargando una multitud donde no caben sino dos personas a lo más; algunos de los cuales, a menudo, acarrean bultos que pueden llevar colgando por el exterior de una estructura metálica que hace las veces de protección lateral.
Los más suntuosos, protegen del insoportable sol del trópico a los clientes, con una especie de palio, habitualmente desgarrado y mugriento.
Si el aspecto del carruaje no deja lugar a dudas de que se trata de algo único en el mundo; tampoco el modo en el que es abordado por los que solicitan su servicio.
Junto a la acera, uno de los tuc-tuc puede acercarse o incluso encaramarse a ella y una discusión acalorada, feroz regateo, se entabla por llegar a un acuerdo en el precio del trayecto.
La primera vez que estuve en Tailandia no quise perder la oportunidad de disfrutar un recorrido tan pintoresco.
Fue hace hoy exactamente cuatro años. Iba acompañado por mi buen amigo Iñaki. Juntos, comenzábamos una nueva andadura por tierras australes, pero camino a Sydney, nos detuvimos diez días en Bangkok. Nadie entiende qué se puede hacer tanto tiempo seguido allí, pero la verdad es que resulta una ciudad apasionante y llena de emociones diferentes.
Bangkok, con sus más de doce millones de habitantes, padece un problema de tráfico inaudito, que produce una contaminación tal como para que la mayoría de las personas, que han de hacer vida con frecuencia en la calle, porten unas mascarillas quirúrgicas como las que se utilizan en los hospitales.
En las calles rectilíneas y anchas, planas como hojas, el tráfico se embota denso pero, simultáneamente, tranquilo. A veces, se tiene la sensación de que el tiempo se detiene, que no importa. La frase por excelencia de todo tailandés es “Mai pen rai” que significa literalmente: no importa, es lo mismo… Filosofía budista.
Entre gestos y un inglés casi insultado, comenzamos a negociar. El menudo chófer comenzó pidiendo 200 bats por un recorrido que no teníamos claro cómo de largo era, hasta un templo en el que se celebraban luchas de un arte marcial de exhibición que resulta ser el deporte nacional. Esto era el equivalente a unas 1000 pts. No sabíamos muy bien si aquello era o no razonable, pero por tantear que no quedase…
Yo ofrecí 10 bats mientras Iñaki me dirigía una mirada entre de incredulidad y de reproche diciéndome que aquello era poco menos que insultante. Por supuesto, el conductor, se percató y lo utilizó en su provecho, pero yo insistí. Ni un bat más. Después de unos improperios en su idioma, rebajó su tarifa repentinamente a 30 bats.
Ninguno de nosotros podíamos creerlo pero al fin, gitanamente, tasamos el acuerdo en 20 bats.
Entonces, pudimos subir al auto.
Por descontado, una vez fijado trayecto y precio, para el propietario de la máquina, cuanto más veloces fuésemos, mejor. Por un momento, pensé que aquello era un dato afortunado, sin embargo, en cuanto el pequeño triciclo comenzó a encarrilarse como un suicida, el miedo agarrotó mis manos contra el barrote terminal.
No parecía haber ninguna ley por la que preocuparse. El velocípedo motorizado igual arremetía contra coches, autobuses, peatones, ciclistas, motoristas, tranvías… ya fuese en el mismo sentido o sentido contrario.
Los semáforos volaban veloces sobre nosotros dejando una estela de luz indiferente.
Yo no podía casi mirar hacia fuera, pero tampoco podía contener mi curiosidad por saber cuando moriríamos como mosquitos contra un parabrisas. Iñaki, algo más relajado, perdió la gorra que cayó tras nosotros sin que pudiésemos hacer nada por evitar que un segundo después un taxi la pisase.
De súbito, decidió torcer por un estrecho callejón sin aceras pero con personas a ambos lados que se apartaban como buenamente podían para no ser arrollados. El tráfico por allí era más diluido puesto que los coches no habrían cabido. La anchura no era suficiente. Nosotros, si hubiésemos estirado los brazos hacia fuera, habríamos sido capaces de tocar las paredes. Pero nada distaba más de mis intenciones que sacar una de mis extremidades de aquel chisme infernal que parecía transportarnos a una muerte segura.
Unos metros más adelante, la población peatonal había desaparecido.
Una motocicleta nos iba siguiendo impaciente con un hombre al manillar de complexión fuerte y un casco oscuro que no permitía ver su rostro.
Delante, otro tuc-tuc se detuvo. Por tanto, nosotros quedábamos con el camino cortado, entre el tuc-tuc y la moto.
No sé porqué, en aquel momento, tuve el novelesco presentimiento de que aquello podía ser un secuestro. A la izquierda, la puerta de un garaje.
Del tuc-tuc delantero comenzaron a bajar pasajeros que me parecieron terriblemente amenazadores. Abrieron la puerta del garaje. Un olor como a pescado podrido invadió nuestros olfatos. El motorista se retiró el casco, que revelaba una cara agria, aplanada y surcada por una cicatriz, paralela al hueso inapreciable de la nariz, atravesando un párpado cerrado.
Al mirar al frente, de nuevo, topé con la sonrisa aparentemente irónica del tuc-tuc-ero quien estaba diciéndonos algo en su lengua incomprensible.
Fueron momentos de tensión, en los que me agarré como un estúpido a una navajita, de no más de seis centímetros de hoja, que llevaba en el bolsillo derecho.
Cuando terminó su perorata, miré, una vez más, para atrás, pero el motorista había desaparecido como por arte de magia. Cuando volví la cabeza, también me sorprendió que el tuc-tuc que nos había interrumpido el paso, había sido retirado dentro del cobertizo.
Reanudamos el camino como si nada hubiese ocurrido mientras yo me destensaba como un muelle sometido a un par de fuerzas bidireccional. Solté la navaja entre mis manos sudorosas y le comenté a Iñaki lo que había estado pensando. Él se rió de mí, con una sorna burlesca pero cariñosa, como intentando tranquilizarme aún más o quizás para tranquilizarse a él mismo.
Al salir de la serie de callejones por los que andábamos, nos reincorporamos al gran tráfico y, en dos cruces más, alcanzamos el templo prometido.
Descendí del tuc-tuc con las piernas aún tiritando; pero logré esbozar una sonrisa de agradecimiento que me fue devuelta inmediatamente por un gesto simpático e inofensivo.
Curiosamente, aquella misma noche, en Pad-pon, un barrio céntrico repleto de bares, volvimos a ver a nuestro amigo, y nos ofreció sus servicios durante el tiempo que estuvimos allí. Fue una noche de aventuras indecibles entre las que están nuestro encuentro con unos transexuales, la compra de joyas en un mercado de carne, los bailes de bacalao tailandés a ritmo de merengue… pero eso son otras historias y este relato ya se ha prolongado imperdonablemente.

M-20000110.

Lo que el veinte se llevó

Frente al espejo están los barbitúricos y no me atrevo a ingerirlos, pero no tiene sentido continuar adelante un segundo más. Mi última esperanza está cifrada en una caja de cincuenta pastillas amarillas. Parecerá mentira, pero todo tiene sentido cuando nada tiene sentido.
Fue una maldita coincidencia lo que sucedió hoy justo hace cinco años. Era igualmente un veinte ene. Maldita coincidencia que nunca me ha permitido regodearme como se regodea todo el que sufre en un lamento verdadero y público.
Mi ilusión.
Marta y yo éramos tan felices que nuestros amigos se habían apartado de nosotros por considerarnos intolerables. Teníamos una pequeña casa de campo en las afueras de Madrid donde siempre podíamos conseguir un buen cordero con el que preparar una barbacoa exquisita. Marta lo condimentaba con una ensalada de verduras que nuestro pequeño huerto nos proveía.
Cuando, después de dos años intentándolo, quedó embarazada, la alegría pareció ser tan grande que temimos nos fuese a romper. Lamentablemente se habrían de cumplir negros vaticinios. Todo el periodo de gestación resultó un sueño que jamás podríamos haber imaginado. Compartir los cursos, las molestias, en la medida de lo posible, claro, toda la angustia y el miedo de tantas esperanzas, un proyecto vivo común: un hijo.
La segunda ecografía en el quinto mes de embarazo, demostró que era un niño sano y fuerte, al que le quedaban por asomar no más de cuatro meses si la cosa iba como debía ir.
El nombre comenzó a materializarse en presentes con bordados: Abuelas incansables.
Iván tenía una fuerte tendencia a engordar y en un tercer sondeo, el pequeñín ya pesaba ni más ni menos que dos kilos trescientos gramos. Nos avisaron que posiblemente sería requerida una cesárea, pero lo asumimos como normal. Modernidades como Internet o un satélite artificial orbitando Marte. Marta se inquietó por un segundo, pero nuestra unión eterna superaba baches como ese como si fuesen vallas de nubes. Unos besos y todo el afecto de que yo era capaz nos unieron más incluso de lo que habíamos estado nunca.
A pesar de todos los preparativos y algún ensayo, cuando hubimos de ir a urgencias por la precipitación del parto, olvidamos gran parte de los papeles de seguimiento. La atención médica fue excelente, creo recordar, y yo estuve durante casi diez horas a la entrada de un quirófano donde estaban interviniendo a mi mujer. No pude entrar por considerar que algunas dificultades respiratorias que yo tenía podían poner en peligro la operación. Por supuesto, no entré. No pude ver cómo sacaron a Iván del vientre de su madre, muerto y envuelto en su propio vómito y unas membranas sanguinolentas.
Hoy lo lamento, pues mi imaginación es mil veces más potente que una imagen; una imagen que se había llevado mi ilusión.
Mi amor.
Volvimos al hogar roto sabiendo que ella quedaba estéril y yo, culpándola injustamente, estéril de sentimiento.
Nuestra naranja se fue agrietando y los gajos dejaron salir un pus virulento que acabó calmándose en el frío y profundo lago de la indiferencia.
Envuelto en mi empleo, volvía a casa tan tarde que Marta ya estaba dormida. Era preferible este desencuentro a un encuentro no deseado. Quizás no. ¡Qué tardíos resultan algunos pensamientos!.
No había transcurrido un año cuando una noche encontré una nota. No dejaba forma de localizarla. Se llevó consigo su perro de cerámica con una pata rota y cuatro prendas de ropa vieja. Tampoco vi su adiós.
Su vida.
No tuve noticias de Marta hasta hace diez días.
Tanto trabajo se ve recompensado por un buen ascenso que, evidentemente, no era una gran ayuda para mi angustia vital. Día a día preguntándome si merecía la pena vivirla… parecía emular a Sísifo. Pero, ¿quién no?.
La empresa de telefonía en la que sudaba el aire acondicionado, trasladó mi puesto al centro de Madrid. Cada mañana un tren suburbano me acercaba a una selva de miseria envuelta en cristales de lujo y edificios gigantes. Cada noche volvía a casa, a una casa de silencio y nostalgia en la que sus fantasmas me mordían el sueño. Cada mañana regresaba a una feroz rutina que no liberaba la mente. Cada mañana salía a tomar un café con cuatro compañeros, siempre las mismas caras, a la misma cafetería al final de la Calle Desengaño. Cada nuevo proyecto era un proyecto hecho o por hacer; uno más.
El lunes de la semana pasada, Juan propuso probar una cafetería de la Calle Ballesta. La tasquita de enfrente. No me ilusionó la idea, pero les seguí.
Junto a la puerta, un amasijo de mantas se irguió frente a nosotros para dejarnos pasar y pedirnos, pro caridad, veinte duros o un cigarro.
Petrificado, tras una piel macerada por inyecciones de mal, bajo una túnica de inmundicia, una escoba con forma de cabello seco, adiviné sus ojos.
Ella no vio los míos.
Su mirada sumisa y miserable no alzaba la vista de los adoquines sucios que eran su casa.
¡Cuánta contradicción de sentimientos!. No podía acercarme y no podía irme. Se me heló la sangre, se me partió el alma. “Marta”, le dije débil esperando un final de cuento, “vuelve a casa”.
Gritó algo gutural y escapó corriendo. No pude seguirla o no supe hacerlo. No supe hacerlo. Ahora es tarde… siempre es tarde. Siempre y nunca. Nunca. No supe nunca hacer lo que tenía que hacer. No pude. No, no pude.
Mi aliento o mi última esperanza.
Mis nervios se rompieron. Causé baja laboral. La primera en siete años, qué orgulloso estoy de mí. Dediqué mis esfuerzos a buscarla pero no la encontré. Ayer me informó la comisaría número veintidós del distrito centro que habían encontrado una mujer rubia, de mediana estatura que coincidía con mi descripción, muerta a causa de una sobredosis de heroína adulterada. No habría necesitado ir para saber que era ella.
Son las cinco de la madrugada. Frente al espejo están los barbitúricos y no me atrevo a ingerirlos, pero no tiene sentido continuar adelante un segundo más. Mi aliento o mi última esperanza está cifrada en una caja de cincuenta pastillas amarillas. Parecerá mentira, pero todo tiene sentido cuando nada tiene sentido.

El día en que fui profesor y él alumno

Éramos los mejores compañeros que nunca se cruzaron en una clase de álgebra lineal. Pasamos un año enamorados de todas y cada una de las mujeres de la cafetería. Nos refugiábamos allí de nuestra impotencia y de nuestra cobardía para afrontar nuestra soledad con todas sus consecuencias, incluso tanta masturbación.
Nuestra relación, curiosamente basada en la igualdad como uno de sus pilares, había empezado no mucho atrás, cuando él vino a Madrid desde su pueblo, ese pequeño pueblo en León cuyo nombre nunca recuerdo (no pretendo escribir un “que recordar no quiero”). Hablaba de él con una pasión tal que, por supuesto, me motivó a que lo visitase unos meses después de terminado el segundo curso. Pero esto no va ahora.
Nuestro horario nos permitía pasar bastantes horas al día en nuestro centro de operaciones, nuestro lugar de encuentros, nuestra biblioteca, nuestro mundo entonces… como si todo lo que fuese externo no fuese real. Bajábamos a la cafetería en cuanto terminaban las clases, no más tarde de las doce y media y buscábamos una mesa libre para tomar un café o una cerveza. El café era más barato; ganaba casi siempre la batalla menos los días especiales.
En nuestro otear caían todas las presas posibles. El sónar no dejaba de funcionar ni un instante y nos enorgullecíamos de ser los primeros en localizar un objetivo para nuestro miserable platonismo.
Yo presumía de ser más rápido, de olerlas, pero la verdad es que Javier siempre me ganaba. No había forma de que se le escapasen las mejores. En cuanto entraba la delegada de nuestra clase, como un sexto sentido despertaba en él una sonrisa tonta y se burlaba de mí, preguntándome que si sabía quien había entrado. Por supuesto que lo sabía pero no sabía por donde… él ya la tenía localizada y su pregunta era sólo para demostrarme su sorprendente habilidad.
Joder, Javier, cámbiame el sitio, tienes mejores vistas… – Solía ser la excusa para no haber visto alguna que no se me podía escapar.
Yo tampoco era incompetente en este juego que llenaba nuestras vidas y nuestras tardes, no me quedaba muy atrás y si, por casualidad, descubría que a él le gustaba alguna en especial, ponía toda mi atención en captarla antes que él para, de alguna manera ingenua, devolverle el golpe dado a mi orgullo dañado.
Así, entre sueños que ni siquiera queríamos hacer realidad, fueron pasando los días y los meses. Llegaron los malditos exámenes de Junio y los pasamos después de algunos momentos depresivos y duros que por poco afectan nuestra confianza.
Sin embargo, contribuyeron a aumentar la camaradería y, la crisis, a profundizar nuestro vínculo.
Supongo que fue por ello que estuve encantado de ser el primer invitado a visitarle a su pueblo leonés para pasar con él unos días en verano con su familia. Yo, como buen madrileño, no tenía ningún sitio mío al que ir así que de muy buena gana decidí reunirme con él en su terreno.
Fueron las mejores dos semanas de toda la estación y me sentí como en casa junto con él, su familia, sus amigos… era todo tan sencillo que me cautivó. No puede quedar duda de que, allí, también había mujeres: ojos azules, ojos verdes, marrones, cinturitas, labios de fresa, culos pequeños y apretados, tetas enormes, tetitas graciosas, cuellos blancos de cisne y porcelana, melenas de un negro nocturno, rubias de cine, pelirrojas australianas, cinturas de avispa, sonrisas, miradas… todo eran mujeres y mujeres en verano, voluptuosas, sensuales, calientes y, desde luego, mucho más maduras y preparadas que nosotros para encuentros que no tuvimos.
Septiembre volvió con su descarga de venganza acumulada contra nosotros y superamos lo que pudimos, como siempre y casi no tuvimos ocasión de vernos pues Javier sólo venía a los exámenes y se volvía. Aún no tenía alquilado el piso del año anterior en Moratalaz donde habíamos celebrado alguna que otra cena y partidas de mus o Risk que duraban hasta el alba.
A finales de mes, un paro cardíaco mató a mi padre.
En parte también terminó con mi vida o con la inconsciencia de vivir adolescentemente. Empecé a trabajar por las mañanas en la ferretería de mi tío y pedí la matrícula en las clases de por la tarde para poder compaginar el trabajo con la carrera que aún quería terminar.
No tuve la fuerza necesaria para hablar claramente con Javier sobre mi necesidad de seguir teniéndole como referencia y amigo… así que nos fuimos distanciando a medida que avanzaban las semanas. Yo casi no tenía tiempo para ver a nadie y él seguía un tipo de vida que ya no me decía nada. No es que me hubiese vuelto eremita ni místico ni nada parecido pero el caso es que bromear acerca de la última chica que entraba en la cafetería había dejado de tener aliciente para mí. Casi todo lo que lo tenía lo había dejado de tener.
Por suerte, a mediados del primer parcial, conocí a Marta y nos comenzamos a ver con asiduidad. Ella contenía mi llanto íntimo que ahora tenía posibilidad de exteriorizar y me consolaba con historias de su vida, siempre tan apasionantes como únicas. Nos besamos por primera vez entre sollozos mutuos después de Un lugar en el Mundo.
En el viaje a París que nos permitimos hacer a mediados de Agosto nos quedamos embarazados. No quisimos arrepentirnos de lo que implicaba y dejamos la carrera. Y ni siquiera habíamos suspendido ninguna asignatura para ese Septiembre que podía haber sido el primero en la carrera sin exámenes. Sin embargo, la vida nos estaba poniendo en un brete novedoso que iba a cambiar nuestro futuro por completo.
Yo me fui a vivir con Marta a un pequeño apartamento en Villaverde, en la calle de Nuestra Señora de Begoña. Seguía trabajando en la ferretería del tío Esteban aunque ahora también le llevaba la contabilidad y me pagaba suficiente para mantenernos los tres. Ah, sí, claro, Luis nació sietemesino pero bien hermoso y fuerte el quince de Febrero.
Mientras tanto, Javier terminó su carrera y continuó en la universidad en un área de investigación que siempre habíamos comentado que era la más interesante. Inmediatamente, comenzó a impartir clases de profesor asociado, es decir, problemas en todos los sentidos, de Cálculo I y Geometría Diferencial I.
Cuando, tres años después finalizó su tesis sobre Reformulación de la mecánica cuántica desde el punto de vista de la geometría diferencial, decidió llamarme para que asistiera a su lectura. En casa de mi madre le dieron mi teléfono y me localizó.
No pude ir, pero hice lo posible por citarme con él, al menos, por la cortesía que había tenido al acordarse.
Ayer, dos semanas después de su exposición, pudimos vernos en una cervecería de la plaza de Santa Ana a la que habíamos ido alguna vez, haciendo un exceso y nos sentamos en una de las mesas del interior de la sala más profunda.
Creo que anduve buscando una excusa para explicarle porqué no le había invitado a mi boda, ni me había despedido de su vida, pero ni siquiera me dio tiempo a elaborarla. Supongo que, simplemente, no había tenido sentido que se hiciese de otra forma. A veces tomamos uno de los dos caminos que nos ofrece la vida y perdemos de vista árboles que dejamos en el camino no tomado.
Hicimos un repaso divertido a las mujeres del local sin que, esta vez, fuese nada “serio” lo que queríamos con ellas. Eran sólo un motivo para recobrar unas chispas de una amistad casi olvidada. Brasas negras de un fuego apagado hacía casi seis años.
La conversación deambuló un poco banal durante casi una hora mientras las tres jarras de cerveza rubia caían sin que notásemos nada.
Incluimos un poco de historia para reconstruir un pasado perdido en ambos brazos. Él no sabía lo de Luis ni Maite… Yo no sabía que él iba a ser el nuevo profesor titular de Ecuaciones Diferenciales II.
Fue entonces cuando me pidió ayuda. Entre la cuarta y la quinta cerveza se echó a llorar como sólo lo puede hacer un hombre maduro. Con una amargura que contiene la de toda la humanidad. No soportaba ni un momento más la carga de ser profesor, la responsabilidad de tener alumnos que le consideraban poco menos que un dios con la lejanía que le mantenía en la más absoluta soledad. Su vida estaba condenada a la tristeza de dos pajas semanales. No conseguía relacionarse con las personas de otro modo que no fuese el que implica una relación alumno-profesor. “Después de mucho tiempo, me dijo, sólo me queda el recuerdo de la única amistad que he tenido”. Yo no sabía cómo desembarazarme de una situación que no entendía. No sabía cómo podía yo ayudarle y porqué no me había intentado localizar antes. Pero me lo explicó:
Una de mis alumnas, una chica preciosa, de esas que te gustan a ti, bueno, o te gustaban, jovencita y tierna pero con la ferocidad sensual de una lolita, quiere que hagamos el amor. Llevamos dos meses teniendo una historia bastante turbia… entre otras cosas porque no pueden pillarme, ¿lo entiendes?
Claro – Asentí.
Necesita que hagamos el amor y yo quiero hacerlo, te lo juro. Aunque me expulsen de la maldita universidad. Hace ya varios días que vengo pensándolo. Ahora he terminado la tesis y se me ha terminado el plazo que ella me ha dado. También es el que yo me había dado, pero, la verdad, entre tú y yo, tengo miedo.
¿A qué? – Pregunté en un silencio que dejó colgado después de su última frase.
Pues… mira Fer, yo sé que puedo confiar en ti, ¿verdad?
Hombre, claro – dije sin saber aún qué pretendía.
Pues… necesito que me enseñes a hacerlo.
¿A hacer… qué? – pregunté algo incrédulo ante lo que suponía.
Pues… eso, que… – Yo notaba su vergüenza aflorar a toda su piel que sudaba de una manera fría y nerviosa. – yo… yo aún soy virgen, joder.
Realmente no me parecía ninguna cosa rara ni un mal incurable pero era también consciente de que a él sí. Tener veintisiete años y ser virgen era algo que podía pasar perfectamente, le dije.
Ya, pero ella no lo es y lo va a notar.
¿Y qué pasa si lo nota?
¡Coño! No lo entiendes. Yo la quiero.
No te sigo, Javier, ¿cuál es el problema? Si ella te quiere no le va a importar una mierda que tú seas virgen o no. Igual hasta le parece tierno. Vete a saber.
Tengo miedo y necesito tu ayuda. Quiero que me digas cómo se hace.
Pero ¡coño! Javier, no sé qué pretendes que te cuente. ¿No has visto películas, revistas?… ¿cómo te crees que lo aprende todo el mundo?.
¿Y cómo voy a saber si finge o no? ¿cómo voy a saber si lo que le hago le gusta? No sé nada, ¿lo entiendes?
Una cerveza nos llevó a otra y ya llevábamos siete cuando salimos casi zarandeándonos a la plaza.
Me llevó a un bar de vinos en la calle Echegaray y nos pedimos un fino mientras me dijo que esperábamos a alguien allí.
Javier subió las escaleras desde la barra con las aceitunas verdes que olían a vinagre desde lejos y una rubia de preciosos ojos grandes y azules como mares. Una mirada ingenua pero agresiva se me clavó sonriente en el fondo de mis pupilas absortas que, seguro, dejaban entrever mi anonadamiento y la cara de pánfilo que debía de tener llegado ese momento.
Sentó su figura escultural de metro setenta al tiempo que se quitaba la cazadora vaquera gastada y me miraba también con unos senos erectos bajo el suave trazado de puntillas de la blusa blanca.
Al besarme para decirme que se llamaba Sofía casi me golpeo con la mesa que nos separaba y me embriago completamente con el perfume de obsesión que rodeaba su cuello desnudo delicado.
Con el traqueteo del vino y su conversación cantarina simpática, me fui olvidando de la necesidad imperiosa de Javier y alegremente fuimos entrando de lleno en una propuesta nueva en la que estábamos incluidos tanto Javier como yo. “¿Por qué no vamos a mi casa?”. Preguntó con la mayor naturalidad del mundo.
A partir de esta pregunta, he de reconocer que no guardo un recuerdo nítido de lo que sucedió pero el caso es que, sin haberlo imaginado, hoy me he levantado junto a una pareja de tortolitos y mi buen amigo Javier me ha saludado con una sonrisa que inevitablemente muestra su cambio cualitativo.
Me he preparado unos huevos cocidos para quitarme una resaca horrible y me he venido a casa a escribir esta historia antes de que se me olvide o me parezca demasiado increíble como para redactarla sin que me avergüence de ella.
Tenía un mensaje en el contestador de Javier en el que me daba las gracias por haberle enseñado lo que necesitaba saber, por haber sido su profesor y él mi alumno, y me decía que me llamaría.
Me ha recordado amargamente que eso fue lo último que me dijo cuando nos despedimos antes de que dejásemos de vernos por el cambio de turno en la universidad.
No. No creo que nos volvamos a ver, pero me queda el placer de saber que puedo aún enseñarle muchas más cosas porque aún no ha aprendido a vivir.

La metamorfosis de Giusseppe

Érase una vez un osito llamado Giusseppe cuyos padres eran extraterrestres. Se habían dejado caer por la tierra a bordo de un transbordador con forma de chalet adosado en las afueras de Madrid. Por tanto, Giusseppe era un osito intergaláctico que se alimentaba de pastillas de miel y de teclados de ordenador. Tenía un gorrito rojo que llevaba los días de fiesta como si de él se pudiesen extraer poderes… y así era, en realidad: Los ojos de Giusseppe podían ver en los seres humanos la parte más oscura, es decir, debajo de las axilas, que es dónde los hombres guardan sus secretos más inconfesables.
Un día, conoció una perra – esta vez terrestre – que se le acercó y le olisqueó sin reparos en la entrepierna hasta dejarlo desfallecido porque era un acto que no comprendía y ante lo que sus poderes eran harto inútiles.
Cayó rendido en el fondo de un pozo de hierba y así estuvo casi trescientos días en los que repasó su viaje y, porqué no, su vida.
Cuando despertó, un sentimiento kafkiano se apoderó de él y le hizo lanzarse a buscar un castillo inexistente en América. Se subió al primer avión, después de una breve despedida de sus padres, que ya reconocían abiertamente ante el vecindario su extraordinaria procedencia, y tras cuatro películas seguidas, aterrizó en Nueva York. El famoso JFK le esperaba.
Al salir del aeropuerto, se le acercó una mujer de avanzada edad a la que rápidamente comprendió, gracias, por supuesto, a los poderes extrasensoriales de su gorro rojo. Ella quería un niño suyo, aunque esto era completamente imposible pues, incluso permitiendo la zoofilia, la genética es una ciencia muy coercitiva que no permite prácticamente nada no autorizado por el sentido común; ya sabemos, el menos común de los sentidos. Resumiendo, no podía ser, pero ella le invitó a una taza de té y un pastel de carne hecho con patatas y espinacas, pero sin carne. Parecía una mujer un tanto loca, pero en realidad, estaba tan sólo intentando seducir al osito para convertirlo en miembro activo de la secta Burzak, que se alimentaban de osos extraterrestres. Esto explica que casi no hubiese ningún miembro perteneciente a esta secta que sobrepasase los 40 kilos de peso. Lo que no explica es cómo ella se había dado cuenta de que el osito Giusseppe era extraterrestre. Aunque quizás le había resultado sospechoso el hecho de que pudiese volar con tanta facilidad al salir del avión, evitando, de este modo, las molestas aglomeraciones que siempre se forman en las recepción de las maletas.
Tras tomar el té, quedó tendido bajo una rama de avellano que estaba justo a la salida de la casa de la venerable mujer y que era muy oportuno para concebir una idea. Seguramente, esta fue la razón que llevó al osito a transformarse, pesadamente, en un pensamiento triste, nostálgico.
El recuerdo de su familia y la desubicación en Brooklyn, le convirtieron en un fantasma de rasgos afilados y dientes duros que devoraba serpientes y mujeres a la salida de los cines de la quinta avenida. Como no había muchas serpientes, el fantasma Giusseppe se hubo de conformar con chuparle la sangre a setecientas hembras jóvenes y bien formadas de una ciudad de dieciséis millones de habitantes. Teniendo en cuenta esta desproporción, el estado anímico de Giusseppe mejoró, obviamente, de modo que se volvió a interesar por la secta Burzak a la que no le dejaron pertenecer porque había engordado demasiado. Pesaba más de 190 kilos y aunque trató de explicar que eso era algo absolutamente terrenal, es decir, de la Tierra, no sentía ser menos liviano que cualquiera de los miembros actuales. Pero, por más que intentó persuadirles, no pudo ser. Así que los mató a todos con un rayo megatrónico de indiferencia y los fundió en un pastel de carne con patatas y espinacas que vende torceado para ganarse la vida desde hace diez años en la salida número 25 de la terminal internacional del aeropuerto JFK de Nueva York, soñando volver con su familia, reencontrarse con la perra que le olió y comer, de nuevo unas riquísimas pastillas de miel que sólo puede conseguir en las afueras de Madrid.

Madrid, 20000229.

Esto no es una broma