¿Qué pinto yo en una exposición de fotografía en el Reina Sofía?
Lo primero que pensé fue en proponer comprar un libro con esa ironía manida, gastada que, posiblemente, nunca fue ingeniosa. Quizá hubiese salido, incluso, más barato. Por supuesto, menos costoso en tiempo, habría pasado mis ojos por las hojas sin darme el tiempo de reflexionar. ¿Qué gilipollez de reflexión iba a hacer con unas fotos de una guerra olvidada?
Hay guerras todos los días. Lo vemos en el telediario. Fotos escalorfriantes con colores intencionadamente provocativos llenan horas de documentales.
Bueno, pues ahí estaba yo, por 500 pelas. Precio para la cultura.
Me cobraron el suelo que gasté, los fotones que absorbí y el resto para pagar funcionarios que cobran (creía yo) también de los impuestos con los que, actualmente, se está financiando una guerra.
500 pelas: dos o tres cañas. Dos o tres cañas para disponer de tiempo y reflexionar frente a unas fotos de gente viviendo (y también muriendo, claro) en época de guerra y miseria.
Está lejana en tiempo, pero era España.
Colchones. La gente se aprovisiona de ellos. Antes y ahora.
Frío. Antes y ahora hay quien no puede soportarlo y muere.
Desilusión. Fanatismos. Desarraigo. Precariedad.
Pobreza. Soledad…
Antes y ahora.
Veo en Gran Vía fotos vivas instantáneas pero las paso como las hojas del libro que no compramos.
Reflexionar cuando se está en contra de tantas cosas es tan agotador que, a veces, conduce a estados desesperanzados y, estos, a conclusiones o soluciones personales peligrosas.
No es conveniente poner bombas y el suicidio resulta demasiado irreversible.
Necesito confianza en soluciones de compromiso; basadas en él.
Necesito las enseñanzas de Sylvia que me apartarán del mal camino.
Dos o tres cañas… al menos, podría intentar coquetear.
Las guiris estaban ocupadas o, al menos, eso preferí pensar.
Las no guiris seguro serían intelectuales en busca de un lugar, un tiempo y un personaje para lanzarse a la reflexión. O igual estaban como yo, allí dentro, por casualidad ahorrándose dos o tres cañas en su hígado y perdidas en su soledad.
No. Tonterías.
O sí. Yo qué sé.
Quien, desde luego era diferente, estaba allí por muy distintos motivos que el resto, era la vigilante. Evidentemente. Entonces re-paré en ella.
Era fea. Bueno, no, ni eso. Era vulgar. Nada sobresaliente en su rostro, ni sus ojos, ni su nariz, ni su sonrisa… Claro que tenía tal cara de aburrimiento que ver su sonrisa habría sido, cuando menos, sorprendente. Iba vestida de uniforme azul. Otro policía en Madrid: nada nuevo con las setas.
Uno sesenta y cincuenta y tres kilos. Morena con melenita de corte de pelo convencional posiblemente con un tinte casi imperceptible para no impactar. Gesto inexpresivo como el blanco techo abovedado de las salas de la exposición. Su cuerpo, naturalmente más libre que su mente, no paraba de protestar por el hastío de horas condenadas privadas de televisión, teléfono o su novio. «Quizás mejor» piensa en su mente aborregada.
¡Qué ambiciosa y presuntuosa especulación! Vuelvo a mirarla.
Realmente no sé nada de ella. Es otra de esas fotos vivas y me hace pensar que «conocerla» sería más verdad que el pan y la tierra. Eso sí habría merecido la pena de entrar allí. Tras esa mirada perdida e inexpresiva se podía explorar más allá de los límites descubiertos por el famoso Cook. Más allá de esa no-sonrisa se perdían para siempre mensajes que nunca fueron metidos en botellas. Tesoros, esperanzas, abismos, soledades, frustraciones, fanatismos, cegueras, desilusiones, tristezas…
Yo estaba allí, por dos o tres cañas, viendo una exposición de fotografía que no llegaba a
ningún punto de mis fibras. Esta mediocre trabajadora (no es un juicio) me estaba obligando a reflexionar.
¡Mierda!.
Y entonces volví a las fotos.
Una mujer vallecana me miraba con esos ojitos de barrio miserables y yo ya no tenía la posibilidad de transgredir esa mirada, de inundarme de sus palabras, de ir más allá de una imagen plana y acabada.
Fotos. Mis fotos.
¿No eran, también, acaso, imágenes planas y acabadas?
Fotos. Mis recuerdos.
Una gitana, con su bebé en la cintura, me pide una ayuda: yo giro la cabeza y pienso:
Fotos. Mi presente.
¿Y con mis amigos? ¿Estoy profundizando o estoy perfilando detalles?
¡Maldita sea!
No lo sé.
Me siento un poco perdido y solo. Quiero entregarme más pero no sé hacerlo. Quizá no es buena idea forzarlo y es mejor esperar. Pero, a veces, pierdo la paciencia y vuelvo a sentirme, por causa mía, solo, desarraigado, frustrado, triste, con una estabilidad emocional precaria y formando parte de una exposición cutre de fotografías por dos o tres cañas cada día.
- Madrid, 19990330
Argumosa 7.
Yo, solo, en una terracita.