José Luis Pardo (Madrid, 1954) es profesor de filosofía de la Complutense y ha tocado el ámbito artístico en el ensayo Sobre los espacios (Serbal, 1991). Está por publicar en Pre-Textos, en colaboración con Fernando Savater, Palabras cruzadas. Una invitación a la filosofía. Este texto compara el rol social y el significado del artista moderno y el contemporáneo.
Aparentemente, y a riesgo de la decepción que a un lector animado por el título pueda ello suponerle, responder a esta pregunta no debería ser más difícil que explicar cómo se llega a ser artista moderno, y desde luego bastante más fácil que comprender cómo se llega a ser artista antiguo, artista medieval o, en general, artista premoderno.
Esto último (cómo se llega a ser artista premoderno) es más difícil porque aquellos a quienes hoy reconocemos este rango (por ejemplo, Velázquez, Cervantes o Píndaro) no se propusieron jamás llegar a ser artistas, por la simple razón de que, en sus épocas y sociedades respectivas, no existía el estatuto de «gran artista profesional», no estaban institucionalizadas las instancias que conceden esta categoría ni se daban los parámetros y procedimientos de reconocimiento que la consolidan. De modo que el hecho de que ciertos personajes premodernos hayan llegado a ser considerados artistas es un hecho forzosamente retrospectivo, plagado de azares y contingencias y, como tal, hijo de selecciones y elecciones realizadas mucho después de que tales figuras estuviesen enterradas y sus obras totalmente concluidas, y obediente a criterios estéticos y científicos completamente ajenos a sus conciencias, relacionados, entre otras muchas cosas, con la «invención de la Historia del Arte» llevada a cabo por varias generaciones de grandes profesores universitarios (fundamentalmente alemanes y británicos) durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX. Esto —su falta de voluntad de ser «artistas», por haber adquirido esta condición post mortem, y a consecuencia de circunstancias que ellos no pudieron en modo alguno prever— hace que Shakespeare, Vivaldi, Eurípides o Hugues Libergier aparezcan a nuestros ojos algo más inocentes (sólo como artistas, pues como personas aparecen bastante más ambiguos) que, por ejemplo, Flaubert o Picasso (cuya voluntad artística es exorbitante y a veces exasperante, pero cuyas biografías son también más claras y rotundas).
Ello se debe a que los dos últimos nombres identifican plenamente a artistas modernos, es decir, a individuos que sí lucharon deliberada y denodadamente por ser artistas, bien porque en su contexto esta lucha era perfectamente posible y estaban especialmente dotados para ella (como le sucedía a Picasso), bien porque ellos mismos contribuyeron a forjar la figura canónica del artista moderno, como es más bien el caso de Flaubert. Y a pesar de las enormes distancias que hay entre estos dos ejemplos, en ambos, como en muchos otros significativos que podrían aducirse, el camino para llegar a ser «artista moderno» está jalonado de lo que Pierre Bourdieu llamaría «atentados simbólicos» contra el orden establecido de la representación, atentados que en el caso de Flaubert son ya para nosotros (porque el tiempo transcurrido se ha encargado de convertir en norma lo que entonces fuera escándalo) prácticamente imperceptibles, y en el de Picasso están en vías de serlo. Pero lo que distingue al artista moderno del premoderno no es esto (pues podrían señalarse gravísimos atentados simbólicos cometidos antes de la modernidad), sino el hecho —coherente con la reflexividad que caracteriza al primero frente al segundo— de esforzarse por hacer de la ruptura de las reglas una profesión respetable. De tal modo que podría decirse que el gran logro del arte moderno no reside únicamente en la confección de tales o cuales obras, sino en la creación de la institución arte como una esfera de la cultura separada y distinta, dotada de relativa autonomía en cuanto a sus valores y cánones de legitimación con respecto a las demás esferas, y asociada a ciertas entidades emblemáticas como los museos y las bibliotecas nacionales, las grandes galerías, la industria editorial y las facultades de Bellas Artes. Este término tan equívoco («bellas», aplicado a las artes o a las letras, para diferenciarlas de las «plebeyas») identifica el título de nobleza que distingue para los modernos al «gran arte» (digno de ser conservado) del pequeño, que sólo tiene un estatuto funcional o de servicio, aunque también es el origen de un gran malentendido: pues la belleza que ostentan los productos así peraltados nada tiene que ver con la «armonía», la «proporción» o cualquier otra cosa que pudiera concebirse como una medida objetiva de su perfección (y esta falta de medida objetiva es lo que otorga al arte moderno su célebre e irremediable halo de subjetividad); más en concreto, la belleza moderna es casi un requisito negativo, pues se trata de un placer que no se puede reducir al agrado sensible ni a la adecuación instrumental, ni siquiera a la satisfacción moral, que se quiere pura y simplemente artístico. Esto de lo «puramente artístico» ha resultado siempre algo bastante misterioso, sobre todo considerando que el pensador moderno que quintaesenció en una fórmula varios siglos de reflexiones metapoéticas definió este misterio, del lado del receptor, como una extraña facultad llamada «gusto», que no se puede aprender, y del lado del productor como una peculiar disposición del temple anímico —el genio— en virtud de la cual la naturaleza da la regla al arte.
Seguramente el arte empezó a tornarse contemporáneo el día en que esta condición misteriosa pasó a ser directamente sospechosa, sospecha que pende como una vergonzosa mancha sobre todo lo que hoy quiera ser llamado bello. Y, aunque la queja más popular contra el arte contemporáneo consista en acusarle de fealdad en el sentido (antiguo) de «imperfección objetiva», quizá su más profundo feísmo se relacione más bien con su rechazo de la belleza en el sentido (moderno) de «placer subjetivo puramente artístico», hasta el punto de que podría decirse que se llega a ser artista contemporáneo a través de una carrera sembrada de «atentados simbólicos» que, ahora, ya no se dirigen contra el orden establecido de la representación (puesto que cada vez está menos claro que haya un orden de este tipo o en qué consiste) sino precisamente contra el arte como institución, entre cuyos muros medio demolidos vive a su pesar el artista contemporáneo, tomado por lo que precisamente ya no quiere ser, o sea, ornamento de un poder público o recremento de poderes privados. Testimonio de ello son los sucesivos y concurrentes intentos de negación de la voluntad artística —el artista contemporáneo, a diferencia del moderno, no quiere ser artista o autor— o la pretensión de disolver la categoría misma de obra (creando productos visuales que no sean «cuadros» susceptibles de ser conservados en museos, productos sonoros que no sean «canciones» susceptibles de ser repetidas o reproducidas, productos gráficos que no sean «libros» susceptibles de ser catalogados en bibliotecas, entre otros muchos ejemplos), y también el hecho de que un celebrado pensador posmoderno haya podido concebir la peregrina idea de que los atentados de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York son «la mayor obra de arte contemporáneo». La única comunidad que acaso sea factible hallar entre tan diversos y heterogéneos programas pudiera consistir en su condición de haberse constituido en torno a la finalidad común de atacar, desmontar, descubrir, delatar y/o desenmascarar ese misterio de lo «puramente artístico» que los antiguos recubrieron con el romántico nombre de inspiración y los modernos envolvieron en la noción de «belleza» que acabamos de recordar, y que suscita tantos recelos por aparecerse como un mero disfraz de la más desnuda arbitrariedad subjetiva, de la dominación de clase, de la cosificación y la alienación fetichista de la mercancía, de la homogeneización de las diferencias, del terror y de la violencia, de la injusticia y la barbarie, del sexo y del deseo, del dolor y de la muerte, etcétera, etcétera, etcétera.
Así que una manera fácil de desacreditar al arte contemporáneo sería poner en evidencia que ninguno de estos intentos de desvelar el misterio ha tenido hasta ahora un éxito significativo; pero esta descalificación es, además de fácil, estéril, porque quizá en este terreno —como en otros— la única manera de tener algo parecido a un éxito consiste en fracasar una y otra vez, y falaz, porque olvida un sentido inaparente en el cual el arte contemporáneo sí que ha tenido un éxito avasallador: desde el punto de vista más aparente, desde luego, se diría que el ataque a la «belleza» ha convertido el arte contemporáneo en algo desligado de toda función social y que se ha quedado por ello (más en unas artes que en otras) sin público. Ahora bien, esta perspectiva olvida que, precisamente porque la «belleza» era la barrera que separaba a las artes «nobles» de las «serviles», una vez desaparecida esta barrera, las facetas más funcionales socialmente de las «artes» han encontrado vías de penetración social insólitas y caudalosas: el diseño, el spot, la sintonía, la creación de imágenes corporativas y de moda en todos los órdenes. A estas vías de penetración no es ajeno el hecho de que los más contemporáneos de los artistas contemporáneos, al no tener una obra que vender ni una firma de cuyos derechos legales vivir, se han visto obligados a buscar segundos empleos en los casos —que abundan— en los cuales la de artista ya no es ni siquiera una profesión viable. Y seguramente todo esto significa que la sospecha se ha vuelto en sí misma sospechosa, es decir, sintomática de que en el «misterio» de la «belleza» (moderna) o en el secreto de la «inspiración» (antigua) se oculta algo más que una justificación de la tiranía o que la afirmación estética de una distinción de clase. Es obvio que a estas alturas no podemos ya sostener cosas como que es «la naturaleza» la que da la regla al arte, de la misma manera que los modernos ya no podían defender la antigua teoría de la posesión divina del poeta. Ahora ya sólo podemos decir que es la sociedad la que da la regla al arte.
Pero así como, en la fórmula kantiana, la naturaleza que daba la regla al arte no era la naturaleza de los físicos y los ingenieros (es decir, la que podemos concebir como un encadenamiento de causas mecánicas) sino la de los poetas (es decir, la naturaleza más allá de toda perspectiva instrumental que podamos arrojar sobre ella), así también la sociedad que da la regla al arte contemporáneo no es la sociedad de los sociólogos (es decir, la que podemos concebir como un conjunto de determinaciones culturales o económicas objetivables) sino la que los agentes sociales llevamos — confundiéndola con nuestra propia naturaleza, con nuestros gustos privados e inalienables, puesto que no podemos recordar cuándo ni cómo hemos aprendido todo ese saber sobre la sociedad que implícitamente carga hasta nuestras acciones más triviales— incorporada en nuestra conducta y la que, sin tener conciencia de que lo hacemos, legitimamos con cada uno de nuestros comportamientos. Que nos digan lo que esa sociedad es (más allá de su posible conversión en objeto científico de un saber positivo) y, por tanto, lo que nosotros mismos somos, es algo que, en efecto, como a menudo sucede con el arte contemporáneo, resulta poco agradable, y que tampoco está claro que sea (socialmente) utilizable ni moralmente recomendable. Pero es probable que el artista contemporáneo sea más consciente que sus predecesores del hecho de que el arte no puede en cuanto tal resolver ninguno de nuestros problemas. Puede, como mucho, ayudarnos a imaginar cuáles son en verdad esos que llamamos «nuestros (contemporáneos) problemas».