Dualidad

No soy rico ni pobre
pero tengo que posicionarme
en esta presumible lucha
de clases mal dibujadas.

No soy empresario ni empleado
ni mucho menos proletario
y ni siquiera rey
y aunque tengo algo de político
no lo soy profesionalmente
o sí,
quizá sí que lo soy.

Malvado o bueno
listo o estúpido
Caín o Abel.

¿Por qué todo es tan condenadamente dual?

Nuestra lógica bievaluada nos dice
con su buen criterio del modus ponendo tollens

    O bien A, o bien B
    A
    Por lo tanto, no B

pero nos engaña
pues B no es no A
y, lo peor de todo:
nadie sabe qué es A
ni B
ni nadie
ni sabe
ni qué.

No soy cigarra ni hormiga
aunque prefiero a la cigarra
aunque hoy me siento hormiga
ni soy de derechas ni de izquierdas
en esta perversa necesidad de repartirnos
en dos bandos
siempre en dos bandos
como las dos españas
de las que no formo parte.

Ser A es algo complicado
cuando este A se define como un conjunto
siempre más o menos difuso
(aunque no queramos reconocerlo)
por cierta incertidumbre inherente
a la naturaleza metafórica del lenguaje.

Conjuntos de pertenencia a proposiciones
cuyo enunciado es dogma inevitable
(de aquí que Barthes me hablara a mí en Lo Neutro)
debido a la naturaleza del discurso.

Soy hombre o mujer
hetero u homo
alfa o beta.

Pues no, yo no soy nada de eso
y lo soy todo.

Y no es licencia poética
esta afirmación rotunda y contradicha
sino la conciencia de un mundo
descuartizado e infinito.

Soy el punto alejado de toda gausiana
(no siendo delta de Dirac)
que las adora a todas
porque por todas es tocado
poseído
si bien en grado ínfimo
nunca un infinitésimo.

No soy onda o partícula
de manera excluyente y definitoria,
no soy lo que quieren que sea
ni siquiera lo que yo quisiera ser
sino un sinfín sinfín de formas de existir
un inevitable dilema misterioso,
una singularidad
que ocupa todo espacio.

No soy un electrón
ni muchos quarks, fermiones y otros entes
atómicos o subatómicos
o supratómicos.

Y también
al mismo tiempo
y en el mismo espacio
y quizá en otros tiempos
y también otros espacios
lo soy
y poco más.

¿Cómo se llega a ser artista contemporáneo?

Por José Luis Pardo

José Luis Pardo (Madrid, 1954) es profesor de filosofía de la Complutense y ha tocado el ámbito artístico en el ensayo Sobre los espacios (Serbal, 1991). Está por publicar en Pre-Textos, en colaboración con Fernando Savater, Palabras cruzadas. Una invitación a la filosofía. Este texto compara el rol social y el significado del artista moderno y el contemporáneo.

¿Cómo se llega a ser artista contemporáneo? 1813 Günter Brus

Aparentemente, y a riesgo de la decepción que a un lector animado por el título pueda ello suponerle, responder a esta pregunta no debería ser más difícil que explicar cómo se llega a ser artista moderno, y desde luego bastante más fácil que comprender cómo se llega a ser artista antiguo, artista medieval o, en general, artista premoderno.

Esto último (cómo se llega a ser artista premoderno) es más difícil porque aquellos a quienes hoy reconocemos este rango (por ejemplo, Velázquez, Cervantes o Píndaro) no se propusieron jamás llegar a ser artistas, por la simple razón de que, en sus épocas y sociedades respectivas, no existía el estatuto de «gran artista profesional», no estaban institucionalizadas las instancias que conceden esta categoría ni se daban los parámetros y procedimientos de reconocimiento que la consolidan. De modo que el hecho de que ciertos personajes premodernos hayan llegado a ser considerados artistas es un hecho forzosamente retrospectivo, plagado de azares y contingencias y, como tal, hijo de selecciones y elecciones realizadas mucho después de que tales figuras estuviesen enterradas y sus obras totalmente concluidas, y obediente a criterios estéticos y científicos completamente ajenos a sus conciencias, relacionados, entre otras muchas cosas, con la «invención de la Historia del Arte» llevada a cabo por varias generaciones de grandes profesores universitarios (fundamentalmente alemanes y británicos) durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX. Esto —su falta de voluntad de ser «artistas», por haber adquirido esta condición post mortem, y a consecuencia de circunstancias que ellos no pudieron en modo alguno prever— hace que Shakespeare, Vivaldi, Eurípides o Hugues Libergier aparezcan a nuestros ojos algo más inocentes (sólo como artistas, pues como personas aparecen bastante más ambiguos) que, por ejemplo, Flaubert o Picasso (cuya voluntad artística es exorbitante y a veces exasperante, pero cuyas biografías son también más claras y rotundas).

Ello se debe a que los dos últimos nombres identifican plenamente a artistas modernos, es decir, a individuos que sí lucharon deliberada y denodadamente por ser artistas, bien porque en su contexto esta lucha era perfectamente posible y estaban especialmente dotados para ella (como le sucedía a Picasso), bien porque ellos mismos contribuyeron a forjar la figura canónica del artista moderno, como es más bien el caso de Flaubert. Y a pesar de las enormes distancias que hay entre estos dos ejemplos, en ambos, como en muchos otros significativos que podrían aducirse, el camino para llegar a ser «artista moderno» está jalonado de lo que Pierre Bourdieu llamaría «atentados simbólicos» contra el orden establecido de la representación, atentados que en el caso de Flaubert son ya para nosotros (porque el tiempo transcurrido se ha encargado de convertir en norma lo que entonces fuera escándalo) prácticamente imperceptibles, y en el de Picasso están en vías de serlo. Pero lo que distingue al artista moderno del premoderno no es esto (pues podrían señalarse gravísimos atentados simbólicos cometidos antes de la modernidad), sino el hecho —coherente con la reflexividad que caracteriza al primero frente al segundo— de esforzarse por hacer de la ruptura de las reglas una profesión respetable. De tal modo que podría decirse que el gran logro del arte moderno no reside únicamente en la confección de tales o cuales obras, sino en la creación de la institución arte como una esfera de la cultura separada y distinta, dotada de relativa autonomía en cuanto a sus valores y cánones de legitimación con respecto a las demás esferas, y asociada a ciertas entidades emblemáticas como los museos y las bibliotecas nacionales, las grandes galerías, la industria editorial y las facultades de Bellas Artes. Este término tan equívoco («bellas», aplicado a las artes o a las letras, para diferenciarlas de las «plebeyas») identifica el título de nobleza que distingue para los modernos al «gran arte» (digno de ser conservado) del pequeño, que sólo tiene un estatuto funcional o de servicio, aunque también es el origen de un gran malentendido: pues la belleza que ostentan los productos así peraltados nada tiene que ver con la «armonía», la «proporción» o cualquier otra cosa que pudiera concebirse como una medida objetiva de su perfección (y esta falta de medida objetiva es lo que otorga al arte moderno su célebre e irremediable halo de subjetividad); más en concreto, la belleza moderna es casi un requisito negativo, pues se trata de un placer que no se puede reducir al agrado sensible ni a la adecuación instrumental, ni siquiera a la satisfacción moral, que se quiere pura y simplemente artístico. Esto de lo «puramente artístico» ha resultado siempre algo bastante misterioso, sobre todo considerando que el pensador moderno que quintaesenció en una fórmula varios siglos de reflexiones metapoéticas definió este misterio, del lado del receptor, como una extraña facultad llamada «gusto», que no se puede aprender, y del lado del productor como una peculiar disposición del temple anímico —el genio— en virtud de la cual la naturaleza da la regla al arte.

Seguramente el arte empezó a tornarse contemporáneo el día en que esta condición misteriosa pasó a ser directamente sospechosa, sospecha que pende como una vergonzosa mancha sobre todo lo que hoy quiera ser llamado bello. Y, aunque la queja más popular contra el arte contemporáneo consista en acusarle de fealdad en el sentido (antiguo) de «imperfección objetiva», quizá su más profundo feísmo se relacione más bien con su rechazo de la belleza en el sentido (moderno) de «placer subjetivo puramente artístico», hasta el punto de que podría decirse que se llega a ser artista contemporáneo a través de una carrera sembrada de «atentados simbólicos» que, ahora, ya no se dirigen contra el orden establecido de la representación (puesto que cada vez está menos claro que haya un orden de este tipo o en qué consiste) sino precisamente contra el arte como institución, entre cuyos muros medio demolidos vive a su pesar el artista contemporáneo, tomado por lo que precisamente ya no quiere ser, o sea, ornamento de un poder público o recremento de poderes privados. Testimonio de ello son los sucesivos y concurrentes intentos de negación de la voluntad artística —el artista contemporáneo, a diferencia del moderno, no quiere ser artista o autor— o la pretensión de disolver la categoría misma de obra (creando productos visuales que no sean «cuadros» susceptibles de ser conservados en museos, productos sonoros que no sean «canciones» susceptibles de ser repetidas o reproducidas, productos gráficos que no sean «libros» susceptibles de ser catalogados en bibliotecas, entre otros muchos ejemplos), y también el hecho de que un celebrado pensador posmoderno haya podido concebir la peregrina idea de que los atentados de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York son «la mayor obra de arte contemporáneo». La única comunidad que acaso sea factible hallar entre tan diversos y heterogéneos programas pudiera consistir en su condición de haberse constituido en torno a la finalidad común de atacar, desmontar, descubrir, delatar y/o desenmascarar ese misterio de lo «puramente artístico» que los antiguos recubrieron con el romántico nombre de inspiración y los modernos envolvieron en la noción de «belleza» que acabamos de recordar, y que suscita tantos recelos por aparecerse como un mero disfraz de la más desnuda arbitrariedad subjetiva, de la dominación de clase, de la cosificación y la alienación fetichista de la mercancía, de la homogeneización de las diferencias, del terror y de la violencia, de la injusticia y la barbarie, del sexo y del deseo, del dolor y de la muerte, etcétera, etcétera, etcétera.

Así que una manera fácil de desacreditar al arte contemporáneo sería poner en evidencia que ninguno de estos intentos de desvelar el misterio ha tenido hasta ahora un éxito significativo; pero esta descalificación es, además de fácil, estéril, porque quizá en este terreno —como en otros— la única manera de tener algo parecido a un éxito consiste en fracasar una y otra vez, y falaz, porque olvida un sentido inaparente en el cual el arte contemporáneo sí que ha tenido un éxito avasallador: desde el punto de vista más aparente, desde luego, se diría que el ataque a la «belleza» ha convertido el arte contemporáneo en algo desligado de toda función social y que se ha quedado por ello (más en unas artes que en otras) sin público. Ahora bien, esta perspectiva olvida que, precisamente porque la «belleza» era la barrera que separaba a las artes «nobles» de las «serviles», una vez desaparecida esta barrera, las facetas más funcionales socialmente de las «artes» han encontrado vías de penetración social insólitas y caudalosas: el diseño, el spot, la sintonía, la creación de imágenes corporativas y de moda en todos los órdenes. A estas vías de penetración no es ajeno el hecho de que los más contemporáneos de los artistas contemporáneos, al no tener una obra que vender ni una firma de cuyos derechos legales vivir, se han visto obligados a buscar segundos empleos en los casos —que abundan— en los cuales la de artista ya no es ni siquiera una profesión viable. Y seguramente todo esto significa que la sospecha se ha vuelto en sí misma sospechosa, es decir, sintomática de que en el «misterio» de la «belleza» (moderna) o en el secreto de la «inspiración» (antigua) se oculta algo más que una justificación de la tiranía o que la afirmación estética de una distinción de clase. Es obvio que a estas alturas no podemos ya sostener cosas como que es «la naturaleza» la que da la regla al arte, de la misma manera que los modernos ya no podían defender la antigua teoría de la posesión divina del poeta. Ahora ya sólo podemos decir que es la sociedad la que da la regla al arte.

Pero así como, en la fórmula kantiana, la naturaleza que daba la regla al arte no era la naturaleza de los físicos y los ingenieros (es decir, la que podemos concebir como un encadenamiento de causas mecánicas) sino la de los poetas (es decir, la naturaleza más allá de toda perspectiva instrumental que podamos arrojar sobre ella), así también la sociedad que da la regla al arte contemporáneo no es la sociedad de los sociólogos (es decir, la que podemos concebir como un conjunto de determinaciones culturales o económicas objetivables) sino la que los agentes sociales llevamos — confundiéndola con nuestra propia naturaleza, con nuestros gustos privados e inalienables, puesto que no podemos recordar cuándo ni cómo hemos aprendido todo ese saber sobre la sociedad que implícitamente carga hasta nuestras acciones más triviales— incorporada en nuestra conducta y la que, sin tener conciencia de que lo hacemos, legitimamos con cada uno de nuestros comportamientos. Que nos digan lo que esa sociedad es (más allá de su posible conversión en objeto científico de un saber positivo) y, por tanto, lo que nosotros mismos somos, es algo que, en efecto, como a menudo sucede con el arte contemporáneo, resulta poco agradable, y que tampoco está claro que sea (socialmente) utilizable ni moralmente recomendable. Pero es probable que el artista contemporáneo sea más consciente que sus predecesores del hecho de que el arte no puede en cuanto tal resolver ninguno de nuestros problemas. Puede, como mucho, ayudarnos a imaginar cuáles son en verdad esos que llamamos «nuestros (contemporáneos) problemas».

¿Coincidencia?

Si ayer hablaba de la incomprensión que sentí en una conversación y recientemente comentaba la pérdida de racionalismo en el pensamiento occidental, la crisis del pensamiento racional, por la tarde me encontré en una red social, el siguiente artículo: El caso SOKAL: La verdad de las mentiras, que comienza hablando sobre la impostura del lenguaje científico para acabar semejándose a mis alegatos contra los planteamientos que tachan de postmodernos y yo de simplistas, simplemente.

No conocía el artículo y me ha parecido muy interesante, pero lo curioso es la coincidencia con mis últimos textos al respecto. Hasta el punto de sospechar que alguien de la revista Filosofía Hoy (donde apareció el artículo) está leyendo este blog y contestándolo o dejándose llevar por sus sugerencias. Aunque quizá sea algo recíproco, aunque quizá sea una conexión contextual: ambos estamos en el mismo espacio-tiempo culturalmente hablando.

Algo me parece evidente: existe la necesidad de entender un mundo cada día más complejo. Las búsquedas, entre quienes tienen interés, perviven de innumerables maneras, algunas racionales, algunas irracionales… (pero esta división es racional, de hecho, propia de una lógica sencillamente bievaluada o booleana). ¿Puede el ser humano pensar sin lógica?

Wittgenstein, Witt, Witt, Witt…

Los estúpidos dicen estupideces, pero no todo aquel que dice estupideces es estúpido.

Hablar con alguien que dice una estupidez no es considerar a esa persona estúpida. En caso de considerar que eso es cierto, sería preferible dejar de hablar con esa persona por considerar que no tiene arreglo.

Implicaciones éticas, políticas o morales surgirían del hecho de considerar que la humanidad está dividida en estúpidos y no estúpidos, una visión elitista que no me agrada desde un punto de vista estético.

Distintas capacidades no hacen una diferencia en la humanidad (calidad de humano) de las personas. Puede haber quien tenga cierta forma de inteligencia afectiva o resistencia ante el dolor emocional o empatía… habilidades que suelen estar menospreciadas ante la capacidad de análisis o la ambición, por ejemplo.

El sábado mantuve una acalorada conversación con una amiga de Carmen a quien no considero estúpida pero que sí dijo un buen número de estupideces argumentando su visión simplista de la creación, basada de manera infantiloide en la de la Biblia, sin que ella la hubiese leído, por cierto, afirmando que la experimentación científica es algo tan «opinable» o cuestión de creencia como lo es el creer en verdades de un libro supuestamente escrito o dictado por dios.

Sus razonamientos (por llamarlos de algún modo) eran básicamente los mismos que los de los creacionistas Bush-eros, con una sofisticada falta de interés por la cultura, por la confianza en la experimentación científica, sin el más mínimo respeto por los trabajadores que dedican su tiempo y sus vidas (y así ha sido a lo largo de toda la historia de la humanidad) a ampliar los conocimientos que tenemos de nuestro pasado, de nuestro presente, de nuestro contexto natural y social… científicos o investigadores de historia, ciencias varias, sociología, etc… Pero a ella le basta con una exención de su propio conocimiento para decir que es dudoso lo que han descubierto. Y asume que no sabe, pero que a ella le resulta difícil de creer…

Y aquí confunde un creer con otro creer: No está hablando de duda metodológica, lo que habría sido, al menos, respetable, aunque también, y de manera diferente, nos llevaría al epojé o un silencio escéptico; no, no hablaba de ese método de pensamiento, hablaba de no creer lo que no ha visto porque ella no lo ha visto… y lo compara con lo que no he visto y que otros (visionarios) sí que han visto. Pero aquí es donde el plano de creencia es diferente: lo que ella no ha visto (o no conoce) no le es inaccesible (a menos que supongamos cierta incapacidad mental), sino que no ha hecho el esfuerzo para acercarse a ver o conocer las pruebas objetivas que cualquier otra persona puede ver. Lo que yo no he visto (una virgen apareciéndose en lo alto de un cerro, por ejemplo) no es verificable objetivamente, no puedo guardar registros de los mismos y, desde luego, eso no merma su posible verdad, pero es una verdad (caso de serla) no científica, es decir, de un plano diferente de conocimiento.

En ciertos momentos, le pregunté, para descartar si era un escepticismo auténtico, sobre si creía en que ella estaba delante de mí, si otro podía verla y comprobar, mediante la vista, una presencia objetiva. No era esa la duda que albergaba, en realidad, solo dudaba de algo que no comprendía por el hecho de que no lo comprendía. Vamos, por poner un ejemplo, como si yo digo que los chinos, entre sí, no es que hablen un idioma propio, sino que están jugando a hacer soniditos sin la más mínima intención de trasmitir mensajes, única y exclusivamente por la razón de que yo no sé chino. Así que bien podría ser la segunda una explicación «razonable», eso sí, para mí y solo para mí.

A pesar de que esto segundo pueda parecer estúpido, que yo lo pensase no me convertiría en estúpido, pero negarme a aceptar que pueda ser de otra manera, quizá sí me convierta en estúpido irreconciliable. Al menos en el sentido de fabricante de dogmas basados única y exclusivamente en mi aceptación de que sobre lo que yo desconozco es mejor afirmar cualquier cosa que creer la que puedan darme como explicación aquellos que dicen tener pruebas refutables.

¡¡¡¡Aggg!!!! Fue amarga la noche, con momentos en los que, enajenado, le dije que no podía respetar sus estupideces, sus argumentos carentes de toda lógica y que bien podía metérselos por el culo. Mi vehemencia me traiciona, pero es que me sentía insultado, tratado como un charlatán cuyas afirmaciones eran poco más que opiniones propias basadas en ignorancia. No quise ser arrogante, o pedante, pero sabía de lo que estaba hablando, sabía lo suficiente sobre la teoría del origen de las especies y el cómo se ha llegado a ella como para poder ceder, callado, a sus desprestigios, a sus, aparentemente inocuas, descreencias… ¡Me estaba llamando mentiroso! Y no me iba a estar callado.

Tampoco me iba a aguantar que me dijese frases impersonales o imperativas como «en algo HAY QUE creer». Me parece bien que ella crea en aquellas cosas que le hagan falta para ser más feliz, para suponer que se va a encontrar con su madre muerta o lo que sea, cuando muera, puedo tolerarlo o respetarlo, pero no puedo respetar su simpleza al no darse cuenta que está imponiendo una actitud, está afirmando algo que no es cierto y que me atañe: No HAY QUE creer. Se cree o no se cree, pero no es necesario y, mucho menos, obligatorio.

Y eso sin volver al tema de que su «creer» era un creer de fe, pero no de conocimiento comprobable, sin embargo, seguía menospreciando el conocimiento científico, por la ridícula razón de que no haya sido capaz aún de dar con una cura contra el cáncer (de lo que murió su madre), sin tener en cuenta ni aceptar como válido, ni como réplica que sí se hubiese sido capaz de dar con curas para enfermedades incontables desde hace millones de años. ¿Merecía la pena que le contase que en los últimos siglos la población del planeta se había multiplicado por mucho? ¿Que la esperanza de vida y la longevidad eran las más largas de la historia de la humanidad?

Todo giraba en torno a lo que sus limitados conocimientos veían. Todo lo demás, podía, según ella, ser explicado de cualquier manera (bíblica, claro), porque no aceptaba la existencia posible de otras deidades que no fuesen únicas (y masculinas, para más inri). Podría haberse, al menos, dejado atraer por la creencia en cualquier cosa, como la New Age parece promover, pero no, ella seguía anclada en una visión preconciliar de una mezcla de catolicismo y autoinvención, oportunista, infantil, estúpida (la mezcla).

Pero limitar lo que es el mundo a lo que ves de él, a lo que eres capaz de explicar, sin ni siquiera desear ver más, no es ceguera, es voluntad de ceguera… y esta actitud me parece, simple y llanamente, repugnante.

Me acordaba tanto de las conversaciones verdaderamente rigurosas que había tenido justo una semana antes hablando con mi querido amigo Xabi que no podía dejar de pensar en ¿por qué algunas personas no comprenden que si perdemos la lógica en la argumentación no queda nada que justifique que sigamos hablando?

La metodología del pensamiento es la base del mismo, sin él, se convierte en un conjunto más o menos arbitrario de suposiciones todas las cuales pueden ser tanto ciertas como falsas y carece por completo de sentido el intentar hablar sobre ellas, es decir, sobre cualquier cosa o materia.

También recordaba a otra amiga, también de Carmen, que sostenía que no todas las personas tienen capacidad para comprender ciertos temas. Ella, profesora de filosofía, discrepa conmigo en una visión sobre la naturaleza humana pues sostiene que sí es razonable establecer esa distinción entre «estúpidos» y «no estúpidos», por decirlo de manera exagerada, pero no puedo o no deseo creer en ello. Aunque días como el sábado me hacen replantearme mis propias creencias.

Vanidad, vanidad, todo es vanidad

ECLESIASTÉS
O EL PREDICADOR

Capítulo 1

Todo es vanidad
1:1 Palabras del Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén.
1:2 Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad.

Sí, con una cita de la biblia, para que luego nadie diga que no tengo en cuenta ese libro, en este caso disponible en una web llamada iglesia.net.

Eso es lo que me ha hecho recordar un pequeño acontecimiento que he vivido en una red social entre ayer y hoy: Estoy pensando en transformar el formato del Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein para adaptarlo a un formato de mapa mental. Para mí, es la herramienta que habría deseado utilizar el pensador austriaco (corrección de mi amiga María, que me hizo ver que en otra entrada había errado diciendo que era alemán, cuando solo es alemán en cuanto al idioma que maneja, y puede que, teniendo en cuenta la diferencia dialectal, ni siquiera así).

Para ello, he buscado varias traducciones, partiendo de la que tengo en papel prestada por mi amiga, a quien se la había prestado su padre, a quien se la había prestado la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid. Es una edición bilingüe de Alianza Editorial de 1973, con una traducción basada en una realizada para la Revista de Occidente de 1957, creo que por el ínclito Enrique Tierno Galván. Tengo otras, como la que aparece en la Wikipedia, cuyo traductor parece ser un generoso contribuyente habitual de Wikisource, llamado Luis Osa, que reconoce errores en su versión, con humildad, como debe hacerse.

A través de su perfil de usuario en Wikisource, me encuentro que está interesado en Filosofía, Matemáticas, Física, Computación y Música. Esto me hace sentirme un poco menos raro de lo que suelo sentirme habitualmente. Hay alguien ahí, al otro lado de algún espejo, que tiene una mente tan dispersa como la mía. Me encanta saberlo.

Tractatus

Y aún hay más: referencia una página en la que está el Tractatus en una forma en la que vengo concibiéndolo desde que lo hojeé por primera vez. El problema es que está en alemán y además en un único formato. Quiero poder tenerlo en un formato genérico (tipo XML) que pueda generar diferentes disposiciones espaciales. También se trata de realizar un ejercicio de utilización del FreeMind para poder mostrarlo como ejemplo en un eventual taller dedicado a la generación de Mapas Mentales.

Pero el motivo de esta entrada era la vanidad…

Y es que ayer, queriendo preguntar a varias personas sobre cuál de las traducciones les parece más acertada, me incliné a enviar un par de emails (uno a María, quien me había prestado el libro en papel) y a publicarlo en mi perfil de FaceBook amén de en la revista Filosofía Hoy.

Publiqué lo siguiente:

(Punto 1 del Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein)

1 Die Welt ist alles, was der Fall ist.
1 El mundo es todo lo que acaece.
1 El mundo es todo lo que es el caso.

1.1 Die Welt ist die Gesamtheit der Tatsachen, nicht der Dinge.
1.1 El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.
1.1 El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.

1.11 Die Welt ist durch die Tatsachen bestimmt und dadurch, daß es alle Tatsachen sind.
1.11 El mundo está determinado por los hechos y por ser todos los hechos.
1.11 El mundo es determinado por los hechos, y porque éstos sean todos los hechos.

1.12 Denn, die Gesamtheit der Tatsachen bestimmt, was der Fall ist und auch, was alles nicht der Fall ist.
1.12 Porque la totalidad de los hechos determina lo que acaece y también lo que no acaece.
1.12 Puesto que la totalidad de los hechos determina qué es el caso, y también lo que quiera que no sea el caso.

1.13 Die Tatsachen im logischen Raum sind die Welt.
1.13 Los hechos en el espacio lógico son el mundo.
1.13 Los hechos en el espacio lógico son el mundo.

1.2 Die Welt zerfällt in Tatsachen.
1.2 El mundo se divide en hechos.
1.2 El mundo se divide en hechos.

1.21 Eines kann der Fall sein oder nicht der Fall sein und alles übrige gleich bleiben.
1.21 Una cosa puede acaecer o no acaecer y el resto permanece igual.
1.21 Cada objeto puede ser el caso o puede no ser el caso mientras todo lo demás se mantiene igual.

____________________________________
Alguien que sepa alemán y, preferiblemente también filosofía:

¿prefieres la primera o la segunda traducción?

Gracias!

Yo tenía predilección por la primera, que es la que está basada en la de Tierno Galván, pero me gustaba saber si la primera podía usarse sin perder calidad, que era la que había realizado Luis Osa en Wikisource, sobre todo por una cuestión práctica: ya la tenía en un formato más sencillo de manejar, en HTML. Quería ahorrarme algo de tiempo… Sin embargo, varias personas me indican que prefieren, también, la primera. Así que, no encontrando otra, seguramente me decantaré por esta.

Pero (y aquí reaparece lo de la vanidad) lo que más me impactó es que una persona que no conozco, me hace un comentario laudatorio en la consulta lanzada en FH:

Sebastián Agulló: Yo sé alemán, «algo» de Filosofía, y a ti te sigo porque eres un crack. Me quedaría con la primera traducción, me parece más rigurosa y aférrima a lo que quiere «decir» el germano. Un abrazo, mostro.

Como yo, comete el error de creer que Wittgenstein es germano, así como realiza una aférrima afirmación que aún no comprendo. Supongo que quiso decir acérrima, pero poco importa. Con lo que me quedé es con el laudo, el que me dijese que me sigue, que considera que soy un crack, un mostro… y no pude por menos que sentir cierta alegría, que, poco después, reconocí como vanidad, porque todo es vanidad…

Sí, soy vanidoso, lo sé… si no, ¿qué haría escribiendo un diario público?

Y ahora entiendo que El Eclesiastés hable de El predicador, pues es él, el predicador, el que es vanidoso, como yo, y predica, como yo, desde su pedestal.

Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad.

Hablaba de sí mismo, no de otros. Ahora todo cobra un sentido diferente. Así, puede ser más divertido (por decirlo de algún modo) acercarse a releer la Biblia.

Imputada

imPUTAda

Marcando PUTA para dejar clara la débil moralidad de la infanta. Es decir, moralizando.

imPUTADA

Apuntalando la idea de que se le ha hecho un daño más o menos justificable de cara a la galería, pues hay que recordar que seguirá siendo infanta, mientras haya monarquía.

De imputados me voy a
input-a-dos

Quizá, como comenté en algún foro, por el hecho de que tengo en mi cerebro el recuerdo indeleble de mi pasado informático, pero, también porque me hace pensar que, en realidad, hay dos que han recibido fuertes inputs, en forma de dinero que no deberían haber recibido.

Que todo esto quedará en una pantomima más o menos irascible es previsible. El juez está pidiendo algo que ni siquiera el fiscal va a secundar, con lo que la imputación no pasará de ser publicitariamente negativa. Pero no hay debate, no hay el más mínimo interés en acabar con la monarquía, más allá de ciertos radicales, ciertos elementos fuera de la normalidad que, parece, cada día son más.

Pero a mí me sigue dando lo mismo su comportamiento, su indecente comportamiento, su aprovechamiento oportunista, porque lo que no puedo soportar es que exista una monarquía a la que jurarle fidelidad, a la que reconocer en la constitución (documento que sirve para constituir el país), no puedo soportar que alguien hable de igualdad sin echar primero a unos señores que ocupan un cargo por su ADN. Y no un cargo cualquiera, sino el de jefatura del estado.

Un estado que se fundamenta, o constituye en base a una diferencia de ADN no me merece el más mínimo respeto. Me da lo mismo si son oportunistas o viles especuladores, si están envueltos en escándalos de adulterio (que ni quiera considero importante, que ni siquiera es delito o no debería), me da lo mismo si un día dijeron algo en contra de un golpe de estado, me da lo mismo si besan a niños en hospitales, o si los nietos de los mismos son deficientes mentales, o feos, o guapos, me da lo mismo si cazan elefantes, si no saben estar sentados al lado de otros gobernantes de estados, me da igual…

NO SOPORTO QUE EXISTA LA MONARQUÍA COMO FORMA DE GOBIERNO.

No puedo entender que, de no ser por sus fallos, sus errores morales o legales (que les hayan pillado es casi más una cuestión de ineptitud), de no ser por sus líos de faldas, sus cacerías visualmente deleznables, sus comentarios desacertados, de no ser por NOOS o por otra serie más o menos larga de escándalos que les rodean, no se cuestione su existencia más que por unos pocos a que los que llaman radicales.

Y cada navidad la gente sigue viendo el discurso del rey como si aquello no fuese un verdadero esperpento de una forma de estado que debería ser caduca, haber mostrado su putrefacción y repugnancia.

Y sigue siendo noticia.
Y sigue siendo noticia.
Y sigue siendo noticia.

Pero no tiene nada de noticia (new), es solo consecuencia natural de tener por jefe de estado a un ser humano que es considerado en la constitución como inviolable, cuya responsabilidad legal es diferente a la de cualquier otro ser humano del estado y, repito, en exclusiva gracias al ADN y, en última instancia, a la legitimación que le da el ser heredero de una dinastía reconocida como tal con derechos especiales por la gracia de dios a través de su embajador en la Tierra, su santidad el papa.

Y llamamos radicales a Jomeini y sus secuaces…

jo.

Machismo positivo

– ¡Qué bien baila
para ser un chico!

– Ya habríamos querido
tener un chico como este
que bailase
y fuese divertido
sin tremendo
sentido del ridículo.

– Pues yo creo que es
demasiado activo
o competitivo
o algo
que explica
por qué no para de bailar.

– ¡Mira, mira, mueve la cadera!
Porque en las chicas es normal
pero no hay muchos chicos
así.

– Pero también juega al fútbol
¿sabéis?

– Va a tener muchas
pero muchas novias
y se las va a llevar de calle.

– No canta muy bien, pero bueno.

– Ahora te toca ser María
o cámbiate de lado
para ser el chico.

– Eso, eso, mejor cámbiate de lado
y sé un chico.

– Y así Lucía puede ser chica.

Esa y pocas más fueron las únicas menciones a una de las 3 chicas que no paraban de bailar, de cantar, de moverse, de contonearse, de juguetear… pero, en ellas, es tan normal que no es noticia. Yo me imaginaba lo raro que debía sentirse aquel chaval sabiéndose motivo de risas, motivo de exclamaciones y asombros, de exaltación de sus inesperadas habilidades como macho. Supongo que es de agradecer que nadie le prohibiese hacerlo, pero habría sido aún más de agradecer que hubiésemos sido capaces de normalizar algo que estaba claro que él, aquel muchacho, no tenía ninguna razón para pensar extraño.

Las gafas de Google y la era de la reproductibilidad técnica

gafasgoogleHe leído una noticia (en realidad hace unos días y guardé el enlace hasta hoy) en la que cuentan que un bar en Estados Unidos ha prohibido la entrada con unas gafas de las diseñadas por Google.

Las gafas prometen hacer algo bastante espectacular, pero ni más ni menos que la culminación (en realidad solo un paso más) de un proceso de presencia tecnológica que nos está conduciendo a estar constantemente siendo objetos susceptibles de ser grabados para la posteridad. Por decir algo bonito.

Como se puede ver en la foto, son solo unas gafas (una montura) con un discreto sistema de grabación de alta definición. Una cámara de vídeo pegada a una montura. Y parece que reabre otro debate, adicional, que no acaba de cerrarse: ¿Deben ser prohibidas en salas de proyección cinematográfica por la posibilidad de ser utilizadas como dispositivo de captura de primicia fílmica para su posterior comercialización y competencia más o menos desleal con respecto a los medios tradicionales de proyección?

gafasfotoTras esta larguísima pregunta se encierran varios dilemas éticos importantes: para mí, el primero y más importante es la prohibición ante la posibilidad de realizar un acto delictivo con ellas, es decir, una prohibición o un castigo o una medida coercitiva preventiva: antes, repito, antes de ser realizado el acto, se presume la culpabilidad y se evita que pueda realizarse. Como en otros casos, esto me parece tan terrible como castrante, censor, acusica… ya que implica que aquel que adquiera estas gafas es, antes de que pueda demostrar lo contrario, culpable de tener malas intenciones. Desvinculando la acción de la intención, vinculándola al objeto. Es como suponer que porque poseo un cuchillo (en la cocina hay varios) soy un asesino en potencia y me lo prohíben. Se puede aducir que, sacado de contexto, un cuchillo es, cuando menos, sospechoso de guardar ciertas intenciones no demasiado sociales, por ejemplo en un colegio o en un avión, pero de lo que estamos hablando es de unas gafas.

Gafas (monturas) que, eventualmente, podrán ser las que use alguien como yo para ir al cine y poder verlo en la distancia, dada mi miopía en aumento, así que no podré ser desposeído de ellas pues no podría ver. Es un problema estúpido donde los haya, pues es una batalla perdida.

Y aquí viene otra de las cuestiones que me plantea esta prohibición: la era de la reproductibilidad técnica implica, entre otras cosas, que la obra de arte no puede ser su proyección, su re-presentación, o al menos no puede estar dotada esta de un valor comercial asociado, pues la copia es inevitable, es deseable, de hecho. La película, la proyección de una película, es posible gracias al hecho de que se puede copiar. Si no existiese esa posibilidad el cine, tal como lo entendemos, no tendría ningún sentido, ni siquiera existencia.

Y quien dice el cine lo debería hacer extensible a cualquier otra pieza artística que no sea un trabajo más o menos artesanal (sin que desmerezca el valor de lo artesano). Lo electrónico existe en un mundo que algunos dan en llamar virtual, pero es ahí donde se están intentando trasladar las leyes tradicionales como si pudiesen tener sentido en él. Es como si a alguien le diese por imponer la ley de la gravedad (que no es una ley) sobre los archivos que uno guarda en el ordenador, diciendo que los que pesen más (habrá, por tanto, que definir peso en ese mundo) deben ir más abajo (definiendo abajo). A todas luces es un sinsentido, pero parece que se pretende llevar a cabo ese sinsentido.

Me apasiona el nuevo mundo al que vamos, uno en el que lo tradicionalmente objetual se entrelaza con unos objetos que hemos dado en llamar virtuales, un mundo que no es ciencia ficción, sino una especie de mundo ampliado, en el que los objetos ya no son lo que eran. ¿Y a quién le importa?

(Frase que parafrasea una de la película Blade Runner, a la que tanto seguimos acercándonos)

Invitación a la mentira

Incitación a la mentira¿Qué hay detrás de esta publicidad que me corroe? En el fondo no es más que una apelación a que mintamos, a que digamos que somos otros distintos de quienes somos, a que nos saltemos la ética, que pocas veces favorece la mentira, para que saquemos beneficios de ello. Y detrás de esta publicidad hay algo aún más aterrador: se sabe que funciona. Es decir, no nos importa mentir, no nos importa la ética. El objetivo último no es ser un ser ético, sino exitoso y no se valora en esa loca carrera al éxito que hayamos mentido, estafado, tratado mal a empleados, aprovechado circunstancias inapropiadas, etc, etc, etc…

El sábado mi amiga Lilian me pasó un texto, no escrito por ella, sobre esta debilidad de la moral para mantenernos en pie y que está llevando o ha llevado a la ruina ética a este país. (Aunque no creo que sea solo en este país donde eso ocurre, sí que lo veo alrededor con suma frecuencia)

EL PAÍS QUE SE PERDIÓ EL RESPETO A SÍ MISMO

Un escrito que dice muchas verdades

Escuchando el debate sobre la decadencia de España podría llegarse a la conclusión de que ocurrió por accidente, que fuimos atropellados por el infortunio. Se habla de los corruptos como si fueran extraterrestres llegados de un universo lejano. Miramos al exterior y envidiamos a los políticos de otros países, sorprendidos por su estatura moral incluso a la hora de reconocer el error y renunciar. Nos preguntamos por qué tenemos que conformarnos nosotros con los mediocres, los cobardes y los golfos. ¿Nos los eligen en Finlandia? ¿No será que son reflejo de la sociedad?

España se mira al espejo y no se gusta, pero tampoco parece dispuesta a hacer nada por cambiar. Clama contra los políticos, pero vota a los de siempre. Se indigna ante la corrupción, pero pregunta si puede pagar en negro. Detesta el nepotismo, pero qué hay de lo de mi sobrino. Pide cultura, pero premia con las mejores audiencias la televisión más zafia. Y exige respeto, aunque hace tiempo que se lo perdió a sí misma.

Puede ocurrir que por traspiés de la historia, conflictos varios o mala fortuna tu país acabe en manos de Franco en lugar de Churchill. Pero nada de ello trajo la reelección de Zapatero, a Rajoy o a los glotones que ocupan desde hace lustros comunidades y ayuntamientos. Lo hizo el voto consciente de los ciudadanos. Los valencianos que dan la mayoría absoluta al PP semanas después de que sus dirigentes sean imputados por corrupción. Los andaluces que siguen apoyando a quienes desde el PSOE han convertido la región en un cortijo de corrupción, derroche y caciquismo. La España, desde Ceuta a Orense, que dice en las encuestas que volvería a apoyar masivamente el bipartidismo que ha parasitado todas las instituciones, poniéndolas a su servicio. “Voto útil”, lo llaman.

El resultado es esta España donde el presidente es incapaz de reunir siquiera el coraje para enfrentarse a las preguntas de un grupo de periodistas cuando es acusado de corrupción. La de los ex presidentes Felipe González y José María Aznar, cobrando como consejeros de grandes empresas sobre las que legislaron cuando estaban en el poder. La de Rodríguez Zapatero, que llegó a dirigir la nación con un currículo que no le habría servido para encontrar trabajo en una empresa familiar. La de Ana Botella, que en su mayor crisis al frente de la alcaldía de la capital, y mientras familias madrileñas enterraban a sus hijas, buscó un spa donde relajarse en Portugal. La España del rey que dice que es hora de apretar los dientes, antes de fugarse con su amante a cazar elefantes a África. La de quienes otorgan trato de favor a Emilio Botín para que regularice 2.000 millones de euros que su familia tenía en Suiza, pero exprimen hasta el último céntimo a quienes no pueden pagarse un autobús a Zurich. La España de Bárcenas, amasando 22 millones de euros cuando hacía las cuentas del partido en el gobierno, al parecer sin que ninguno de sus dirigentes se diera cuenta. La de los 300 cargos públicos imputados por casos de corrupción que probablemente serán reelegidos por esta España que se preguntara qué hizo para merecerlo.

(Cristina Lopez-Shümmer)

Esto no es una broma