La sociedad del espectáculo

He comenzado a leer este libro (no audiolibro, ni PDF) que está resultando una auténtica maravilla que no comprendo cómo no he leído antes.

Me lo regaló Carmen estas navidades (estaba en mi lista de «pendientes») y he tardado casi un mes en comenzarlo. Lo leo despacio, muy despacio, recreándome en lo que leo y abriendo las ventanas que me presta el libro para conocer otros múltiples pensadores de finales del SXX que tengo mucho más desconocidos de lo que debería, teniendo en cuenta que en ocasiones hasta me atrevo a citarlos.

Así, gracias al canal de youtube (La Travesía) en el que he encontrado este fantástico vídeo explicando y resumiendo el contenido del libro de Guy Debord, estoy conociendo de manera básica y provisional a algunos de ellos, como Saussure, Derrida, Baudrillard, Lacán, MacLuhan… completándolo con unas lecturas de la wikipedia y algunos artículos adicionales.

Si a ellos les hubiera dedicado la atención que le presté en su momento a Roland Barthes…

La verdad es que me parece descorazonador casi todo lo que escucho de su pensamiento: una sensación de desazón se apodera de mi espíritu y el pesimismo me abandona como a aquel que sostuvo una paloma y la dejó ir mientras sus lágrimas en la lluvia iban siendo olvidadas.

¿Es triste la postmodernidad o sencillamente me hago viejo?

Alfabetos azarosos

Sería precioso ir haciendo un alfabeto (o una tipografía) con manchas con formas que puedan sugerir o sugieran un signo de escritura.

No es algo que sólo se me haya ocurrido a mí, pero las manchas o formas que a mí me lo sugieran serán las mías, claro. Recuerdo el trabajo originalísimo de Henri Michaux sobre este tipo de signos.

Un signo es cualquier elemento (objeto, imagen, gesto, palabra) que representa una idea, sentimiento o realidad. Dicho de otro modo: un elemento que en la comunicación represente a otro. (Otro elemento o signo, quizá. De modo que el signo, en última instancia, se define en relación al signo, es decir, recursivamente).

Según la RAE:

signo Del lat. signum. 1. m. Objeto, fenómeno o acción material que, por naturaleza o convención, representa o sustituye a otro. 2. m. Indicio, señal de algo. Su rubor me pareció signo de su indignación. 3. m. Señal o figura que se emplea en la escritura y en la imprenta. 4. m. Señal que se hace por modo de bendición; como las que se hacen en la misa. 5. m. Figura que los notarios agregan a su firma para singularizarla. 6. m. Hado, sino. 7. m. Astrol. Cada una de las doce partes iguales en que se considera dividido el Zodiaco. 8. m. Mat. Señal o figura que se usa en los cálculos para indicar la naturaleza de las cantidades y las operaciones que se han de ejecutar con ellas. 9. m. Mús. Señal o figura con que se escribe la música. 10. m. Mús. En particular, señal que indica el tono natural de un sonido. 11. m. Esp. Configuración ejecutada con una o dos manos propia de la lengua de las personas sordas o sordociegas. signo lingüístico 1. m. Ling. Unidad mínima de la oración, constituida por un significante y un significado. signo natural 1. m. signo que nos hace venir en conocimiento de algo por la analogía o dependencia natural que tiene con ello. El humo es signo natural del fuego. signo negativo 1. m. Mat. menos (? signo de sustracción). signo ortográfico 1. m. Marca gráfica que, sin ser letra ni número, se emplea en la lengua escrita para contribuir a la correcta lectura e interpretación de palabras y enunciados; p. ej., los signos de puntuación. signo por costumbre 1. m. signo que por el uso ya introducido significa cosa diversa de sí; p. ej., el ramo delante de la taberna. signo positivo 1. m. Mat. más (? signo de la suma). signo rodado 1. m. Figura circular dibujada o pintada al pie del privilegio rodado y que solía llevar en el centro una cruz y las armas reales, alrededor el nombre del rey y a veces también los de los confirmantes. signo tironiano 1. m. nota tironiana. signos vitales 1. f. pl. Med. constantes vitales. radio de los signos

Obviamente, el cuerpo me pide saber algo más de semiótica antes de continuar pensando en estas posibilidades creativas. Y hoy tengo muchas otras cosas que hacer. Pero me queda pendiente profundizar (en esto y en tantas cosas…).

Re-presentación

Esto que veis no es una foto, es una pintura en acrílico y óleo sobre lienzo titulada «Cabello mojado» por Johannes Wessmark en 2019.
Una pasada.

Que sí, que está muy bien pintada, pero sentiría tener que contrariar a quien ha publicado esta afirmación en una red social.

Esto que veis sí es una foto (ya sea escaneo o fotografía del original), y no es una pintura en acrílico ni óleo.

¿Sabremos distinguir entre presentación y representación?

¡De hecho, sólo le faltó afirmar que esto que vemos es una piscina!

Pesadez ante el exceso de opinión no solicitada

Si ya de por sí es pesado el mes de septiembre en el que siento que me paso los días en proceso de campaña electoral: intentando conseguir que personas que aún no conocen los talleres de poesía y escritura creativa se acerquen a ellos a probarlos y, eventualmente, continuar en ellos y desarrollar su faceta más personal y su músculo creativo, cuando me encuentro con opiniones no solicitadas en anuncios de Facebook, ya se me quitan todas las ganas de continuar intentándolo.

Y luego pienso que hay otra mucha gente que no suelta sus opiniones así como así y que es la que realmente me interesa en los talleres, así que continúo luchando argumentando y defendiendo mi particular metodología, sin intentar «captar adeptos», pero sí discutiendo el porqué creo que tiene sentido hacer o apuntarse a un taller de poesía.

Una persona había dicho en el anuncio que «la poesía no se enseña, que se tiene o no se tiene» e independientemente de que esté más o menos de acuerdo con una afirmación tan tajante (se habría de leer más a Barthes), le contesté que en mis «clases» no se «enseña» poesía, sino que se «invita» a escribirla.

Presumo que su respuesta, si se produce, irá por el camino del ¿y se puede cobrar por ello?. Y la verdad es que es algo que hace tiempo que no me pregunto, igual que no me pregunto de qué vive un poeta o si el precio del arte es más o menos razonable y no altamente especulativo.

Yo pongo todo el compromiso del que soy capaz a trabajar en facilitar un espacio donde las personas que asisten (voluntariamente y sin ser engañadas sobre lo que esperar de un taller así) desarrollan su creatividad y escriben una poesía, quizá, más rica que la que harían sin venir (la tuvieran o no), así que si alguien quiere sustituirme le invito a que lo haga, parafraseando a Maiakovski en su poema «Conversaciones con el inspector fiscal sobre la poesía»:

[…] no hay problema: aquí está, camaradas,
mi estilográfica:
escribid, si queréis.

Bob Dylan sí o Bob Dylan no

Esa no es la cuestión.

Bob Dylan ha obtenido el Premio Nobel de Literatura 2016.

No conozco muy en detalle al propio Bob Dylan. Sé, como curiosidad, que su nombre está inspirado en Dylan Thomas (aunque en ocasiones haya sido afirmada otra cosa).

No sé, en concreto, si escribe libros de poesía. Conozco su música. Algunas de sus celebérrimas canciones.

Y aquí comienza el quid de la cuestión:

¿Es una canción un poema?

Hoy tengo una clase de Introducción a la Poesía Contemporánea. De hecho es el primer día dedicado a ella. Y de las primeras cosas que aclaro es qué es eso de la contemporaneidad, donde nos metimos de lleno desde mediados del siglo XIX de la mano de Charles Baudelaire (en EEUU haría algo similar Walt Whitman).

Se rompe con el criterio objetivable de una academia que decida qué es poesía (siempre circunscritos a la evolución de la literatura «occidental«) o qué es belleza «clásica«, lo que venimos en conocer como «canon«, pero entendiéndolo como diferente de «moda».

(Nota: Sería interesante saber por qué no se otorgan Premios de Literatura a Poetas Orales, que haberlos hailos. Quizá, aventuro, una mirada eurocentrista sobre qué es la literatura pueda tener algo que ver con ello)

A partir de ese momento, un poema lo es porque una persona afirma que lo es. (No hablo de su calidad, que ahora reposará en otros baremos)

Así, si yo digo que

A

es un poema, lo es.

No porque lo diga «yo«, sino porque yo «lo diga«.

La importancia no estriba en el yo, sino en la intención.

No es un tema de justicia, sino de criterio. No me importa a qué poeta o escritor le dan un premio, pero si un cantante (que no ha escrito poesía) es reconocido como poeta o escritor, se abre una peligrosa ventana al sinsentido: ¿por qué no un cineasta? ¿por qué no un (buen) político? ¿músico? Hay cineastas/músicos/políticos que han influido enormemente en la cultura popular o en la «alta» cultura. Por mí que le den el premio a quien sea… pero no por ello pasará a ser escritor y no: una canción no es un poema, ni un poema es una canción. Esto tiene que ver con la contemporaneidad y la necesidad de criterio subjetivo/intención creativa para sustentar una creación contemporánea. Pero la Academia es, como le corresponde: académica. Así que está generando, con este premio, un muy cuestionable criterio objetivable que retrotrae decisiones como estas a periodos pre-Baudelaire, o quizá dinamitan los criterios en un intento de postmodernidad, a mi entender, mal comprendida.

Como único comentario en una red social, apunté la frase: «Soy más de Leonard Cohen«, donde, subyacentemente, estaba dejando claro que, amén de cantante, Mr Cohen ha escrito una abundante obra puramente literaria, poética, que por cierto me encanta. Podía haber hablado del polifacético (adorable) Luis Eduardo Aute, escritor, cineasta, pintor y cantante, sí, también cantante.

Se puede decir que un músico no «escribe», mientras que un «letrista» de canciones sí, pero es un desplazamiento de la cuestión, puesto que podría entenderse «escritura» de una manera mucho más abierta de lo que lo es ahora mismo, muy fácilmente, abierta esta puerta.

¿Resulta un problema que una canción sea considerada un poema?

En realidad no resulta ningún problema. Es más, tampoco me parece ningún problema que un discurso político sea considerado un poema, ni que una pulsera de lana sea considerada un poema. Es más, cualquier cosa, CUALQUIER COSA, puede ser un poema. Esta, de nuevo, es la cuestión: lo único que quedaba para decidir qué era un poema era la voluntad (abierta) de declararlo como tal.

¿Bob Dylan se ha declarado POETA? ¿Ha reclamado sus canciones como poemas?

Sinceramente no lo sé, ni me importa: No es la cuestión «Bob Dylan», la cuestión es
¿Canción=Poema?

El sábado pasado tuve la primera «discusión» sobre el tema, comenzando por la adjudicación del Premio Nobel a Orhan Pamuk hace tiempo, en la que se consideraba por uno de los participantes una mala elección.

No defendí a Orhan Pamuk, sino que cuestioné la imposible «justicia» que algo como un Premio Nobel puede realmente hacer. Se trata de elegir un «escritor» de entre los millones que hay vivos del que afirmar que «es el mejor«. No hay forma de que esta decisión pueda ser llevada a cabo sin un alto grado de aleatoriedad, en el mejor de los casos, cuando no por influencias político-sociales inevitables.

(En un momento dado, incluso, de la conversación, se habló de la pertinencia o no de otorgar un premio como este a un individuo en los casos como la física, la medicina... donde sin un equipo detrás ese premio individualizado no se habría conseguido jamás. Pero esto desborda el debate, así que lo aparto para otra ocasión.)

Pero el caso de Bob Dylan es de otra dimensión, se trata de desdibujar lo que entendemos por escribir, por poesía, en un intento, posiblemente, de ganar visibilidad (lo que no me viene mal del todo) asignando el premio a una persona cuyas canciones han influenciado (¡han influenciado!) a los poemas (poemas) que inspiradas en ellas se han escrito.

En realidad, lo que sí me molesta de la adjudicación del premio a un cantante por ser cantante es que en esa aparente «ruptura de fronteras» entre poesía y canción, lo que veo es un oportunismo galopante, en especial de una Academia Sueca que ha logrado lo imposible: que se hable de poesía, aún sin saber nada de los procesos por los que ha pasado hasta llegar a donde está.

Me encantaría (no dudo que así sería si no fuese por un tema económico/prestigioso) que el señor Dylan declinase aceptarlo por decir alto: SOY CANTANTE, no poeta. Y a continuación saldría con él a la calle a solicitar la inmediata pertinencia de Premios Nobeles para Músicos, por ejemplo.

No tengo nada (¿cómo podría?) contra el intrusismo. Faltaría más. Me parece que nunca la creación artístico/poética ha estado más al alcance de ser realizada por cualquiera y eso es algo que estimulo y me apasiona. Pero a partir de esa misma posibilidad (relacionada, insisto, con la contemporaneidad) llevamos asociada la responsabilidad ética de la declaración de la intención, que se manifiesta en una postura coherente o discurso del artista.

En caso contrario, quiero que todos mis poemas sean considerados, a partir de hoy mismo, como cualquier cosa en función de aquella para la que pueda obtener mejores réditos, económicos, propagandísticos, publicitarios… según vaya viendo en el proceso. Esto no es intrusismo: es oportunismo. Y no me gusta.

Que la gente (mucha) opine que una canción es un poema… venga, vale, pues que opinen lo que quieran. Quizá por esto había evitado esta bala antes y me había ahorrado la discusión en un medio tan público como Facebook para airear mis opiniones que pueden ser tachadas de snob o elitistas, cuando en realidad no tienen nada que ver con eso.

Pero esa opinión ha de ser llevada a las últimas consecuencias: aceptar candidaturas a Premios Nobel de Literatura para políticos, músicos, bailarines, dramaturgos, guionistas, directores de cine, fotógrafos… pues también manejan «lenguajes» y resultan altamente influyentes en los poetas posteriores, quizá, seguramente, mucho más que los aburridos literatos que suelen ser premiados sin pena ni gloria.

Son ejemplares personas como John Cage, cuya música podría no parecerlo, pero él sabe que lo que está haciendo lo es porque él dice que lo es. Marcel Duchamp, Joan Brossa, Baudelaire, Rimbaud… y un largo etcétera de grandes y conocidos y muchos otros menos conocidos, como mi querido amigo Iván Araujo, pintor y grabador o el inigualable Isidoro Valcárcel Medina.

Pero sigo sin censurar en modo alguno al afortunado o desventurado Bob Dylan. Porque esa, esa nunca fue la cuestión.

Cambalache

Que el mundo es y será una porquería ya lo sé…

bah, no, no lo sé.

El mundo es muchas cosas y en él hay muchas personas
y no todo es cambalache ni mamoneo ni es una porquería
salvo que no veas más allá de tus narices y en ellas
haya guarrería que no te deje ver.

Aunque a veces convendría salir de lugares en los que se grita
sin parar
como si ese grito a lo Munch pudiera arreglar algo
que no fuese a uno mismo.

Yo no sé.

Estoy cansado de tanto exabrupto
de tanta crispación que me lleva a soñar con la obligación
de matar a alguien de un tiro en la cabeza
y mi resistencia
despertándome chillando ¡basta!
después de haber intentado convencer de que otras posibles actuaciones
existen.

No, no sé.

No es que no sepa socráticamente nada, es que verdaderamente no sé.

Estoy cansado de tener que saber
de posicionarme
de decir que Europa es mala
de decir que Trump es el diablo
de decir que la homeopatía es una estafa
de decir que el género no se combate en el idioma
de decir que la poesía es bella
de decir que hace falta algo que no sé si hace falta
de decir
y decir
y decir.

Estoy cansado
y punto.

¿Y si mi cuchara es un tenedor?

Ayer surgió una conversación durante la cual uno de los participantes comparó lo que la gente sabe hacer con «comer con el tenedor un caldo«, cuando, según el susodicho, lo suyo es comerlo con una cuchara.

Y claro, no he parado de preguntarme desde ese momento si eso es correcto.

En primer lugar, está la cuestión del tenedor en lid, si no puede ser lo suficientemente amplio como para abarcar el caldo, pero en segundo lugar está el caldo, pues no dejo de imaginarme el famoso caldo gallego o esos caldos (sopas) orientales de pasta y carne que ya no sólo con tenedor, sino incluso con palillos puede ser disfrutado. (Por cierto, no sé por qué, esto me recuerda que leí una vez lo ridículo que es vincular mentalmente pasta a Italia cuando lo verdaderamente razonable sería vincularla con China, por históricos motivos obvios).

No paro de preguntarme si no es una bonita imagen, mucho menos prosaica que la de comer un caldo con cuchara, incluso, por qué no, con cucharón. Pero ya se sabe mi tendencia a la inutilidad, a la poesía y otros males de la humanidad que se encargan de comer caldo con tenedores… siendo mancos y ciegos.

Tengo la imagen tan grabada en mi cabeza desde que la pronunció que no quiero dejar que se me olvide (¡ole con esa triple negación!) y me encantaría usarla para realizar una acción poética con ese nombre, con ese motivo, con esa imagen.

Ahora tengo que elegir para ello el caldo adecuado, el tenedor preciso y la ocasión propicia. Pero esto es caldo de cultivo para mi creatividad. Nada mejor para retarme que un «imposible«.

En ningún momento durante la conversación el argumentista dudó de estar en posesión de esa cuchara indispensable ni, por fundación, poner en entredicho conocer la composición de ese caldo. Es una de esas personas que saben, como cuando alguien habla del «buen gusto», que nunca jamás suponen que ese «buen gusto» no sea el suyo.

Hay que añadir, casi en último momento, que el interlocutor pretende enseñar a comer caldos con cuchara.

Tuve que estar callado. No pude intervenir. No tengo ni idea de si conozco el caldo debatido ni mucho menos si mi cuchara no es realmente un tenedor. ¿Existen diferencias irreconciliables entre los tenedores y las cucharas? Hablar de lo indecible me recordaba a Wittgenstein. También a Roland Barthes. Pero me quedó el agridulce sabor de la obediencia debida a la autoridad… en algo tan absurdo, íntimo y personal como disfrutar de un caldo.

Cápsula del tiempo en El Ser y el Tiempo

ser y tiempo

He encontrado en casa de una de mis mejores amigas un libro que le presté hace tiempo titulado El Ser y el Tiempo, de Martin Heidegger.

Es uno de esos libros «sesudos» que en su día leí con avidez pues respondían a una forma de explicar el mundo que cuadraba con la que tenía y no había encontrado a nadie capaz de explicarlo de semejante manera. Me importaba la manera, no la explicación. ¿Se entiende?

Leía Sartre (El ser y la nada se me atravesó), después de haber devorado toda la obra de Nietzsche, tras acabarme Schopenhauer y, por supuesto, bastante después de «comprender» a Kierkegaard.

Eran los 80. A finales. Recién terminada mi adolescencia, que había pasado frente a los «científicos» Einstein, Heisemberg y el divulgador Asimov, entre otros cientos.

Aquellos no habían sido capaces de aproximarse a hacerme entender muchas cosas del mundo, aunque les deberé la forma de ver otras muchas. La palabra Dimensión entró en mi vida, como algo interesante para explorar… Y ni hablar del límite al conocimiento científico que se planteaba el Principio de Incertidumbre.

Durante los últimos 15 años leo ensayos sobre arte contemporáneo que me ayudan a comprender otras cosas que ninguno de los anteriores se atrevía a mencionar… o lo hacían de manera que a mí no me llegaba (la forma de «Federico» de hablar de arte no me dice mucho, por más que sepa que ha sido relevante). Adoro la forma de escribir de Simón Marchán Fiz, por ejemplo, o de Ana María Guasch.

Me interesa el análisis estructuralista de Roland Barthes a quien considero mi lectura habitual para relajar la mente en vacaciones estivales.

Pero, volviendo al tema, abrir este libro en casa de mi amiga María ha sido divertido por encontrar fotografías (analógicas, claro) de aquellos tiempos:

Marta x 4. Aquel primer amor serio, relación de más de 6 años que terminó bonita y con cariño mutuo. En la página «Planteamiento del Problema». ¿Casualidad?

Martax4

Después (las he encontrado también así) la fotografía de Raquelt en la playa levantina, seguramente algún fin de semana con Queralt, aquella matemática que me volvió loco durante un par de años y a quien yo volví loca enamorándome de otra matemática. En la página «Doble problema de su desarrollo». ¿Casualidad?

raquelt

Junto a la contraportada, una hoja manuscrita con algunas de las preocupaciones de aquella época en mi vida:

inquietudes binarias

Hoy he tenido la sensación de viajar en El Tiempo con El Ser y El Tiempo. Quizá mañana, con ese mismo libro, viaje en El Ser.

Don Creíque y Don Penséque son familia de Don Tonteque

Este era un dicho muy común que solía decirme mi padre. Es normal, puesto que yo me jactaba de no estar seguro de las afirmaciones del mundo, las que el mundo hacía, quiero decir. Supongo (creo) que ya entonces esperaba encontrarme con un libro como Lo Neutro, de Roland Barthes.

Quizá hoy he comprendido que lo que él reprochaba con ese dicho que me sacaba un poco de mis casillas no era tanto mi obsesión reflexiva, mi cuestionamiento permanente de lo dogmático, sino el pretérito del verbo, el imperfecto simple, el centrarse en el pasado y no el presente, en la acción.

Seguiré cuestionándome porque creo que pienso que no es razonable creer y pensar sin dudar.

Y si me hace tener algún familiar tontuelo, pues bienvenido sea.

Variaciones sobre la escritura

Variaciones sobre la lecturaHoy por la mañana me he despertado antes (a las 5:45) y como no sabía qué hacer, he acabado de terminarme (era un largo proceso) el libro de Barthes que incluía una variedad de artículos sobre gramática, lingüística y reflexiones del semiólogo estructuralista.

Del clásico libro de Roland Barthes, como dije en su día con Lo Neutro, una lectura maravillosa, que hace pensar, que hace recordar, que da ganas de escribir.

Vuelco a vuela pluma y sin contexto algunas frases que me han resultado sugerentes. (Insisto: sin contexto)

«crítica al etnocentrismo» que, en este caso, él llama alfabeto-centrismo:

Todo ocurre como si fuese indiscutible que el ideograma constituye un progreso respecto al pictograma y el alfabeto vocálico respecto al consonántico: por lo tanto, nuestro alfabeto, es el término glorioso de esa ascensión de la razón: somos los mejores.

Modelos más matemáticos:

El concepto de «discurso» excede al de «género» y ha de permitir deshacer los límites institucionales de la literatura.

La escritura (en vías de oponerse en adelante a la literatura) implica lógicas nuevas, adecuadas para dar cuenta a la vez de sus rupturas y de su espacio, puesto que, en ciertos casos, ya no es «encadenamiento» ni «línea», con lo cual el modelo lingüístico se aleja, reclamando en su lugar modelos más matemáticos.

¿Qué trabaja el texto?

La lengua. Deconstruye la lengua de comunicación, de representación o de expresión (donde el sujeto, individual o colectivo, puede tener la ilusión de que imita o se expresa), y reconstruye otra lengua, voluminosa, sin fondo ni superficie, pues su espacio no es el de la figura, el del cuadro, el del marco, sino el espacio esterográfico del juego combinatorio, infinito en cuanto salimos de los límites de la comunicación corriente (sometida a la opinión, a la doxa) y de la verosimilitud narrativa o discursiva. La productividad se desencadena, la redistribución se produce, el texto sobreviene, en cuanto, por ejemplo, el escriptor y/o lector se ponen a jugar con el significante, ya (si se trata del autor) produciendo sin cesar «juegos de palabras», ya (si se trata del lector) inventando sentidos lúdicos, aun cuando el autor del texto no los hubiese previsto, y aunque fuese históricamente imposible preverlos: el significante pertenece a todo el mundo; quien, en verdad, trabaja incansablemente es el texto, y no el artista o el consumidor.

El texto y la obra

La lectura plena es aquella en la que el lector es nada menos que el que quiere escribir.

La civilización actual tiende a achatar la lectura al hacer de ella una simple consumición. […] la escuela se vanagloria de enseñar a leer, y ya no como antaño de enseñar a escribir.

La escritura confinada en una casta de técnicos: Las condiciones económicas, sociales e institucionales ya no permiten reconocer, ni en arte ni en literatura, a ese practicante particular que era – y que podría ser en una sociedad liberada – el aficionado.

El ser humano es absolutamente consustancial al lenguaje.

El lenguaje no es una especie de instrumento, de apéndice, que el hombre tenga «además», para poder comunicarse con su vecino, para pedirle que le pase la sal o que le abra la puerta. No se trata de ningún modo de eso. En realidad, es el lenguaje el que hace al sujeto humano, el hombre no existe fuera del lenguaje que lo constituye.

Y termino aquí, acordándome de palabras que me resuenan al estimado Wittgenstein.

Esto no es una broma