Texto de hace casi 4 décadas: Pesadilla

Siguiendo la estela a un camión tuve el pensamiento vagabundo de que otra oscura noche (¿por qué no aquella?) un inevitable adelantamiento segaría mi vida; era trigo del reino; semilla de muerte y llegará un tiempo en que la cosecha haya de ser recolectada – ¿por qué aquella noche? – ¿qué diría la madura espiga teñida de oro?

El tiempo pasa y el destino mueve sus hilos invisibles y yo realicé la maniobra.

Nada pasó. Solo el tiempo. Y otro vehículo vino a interponerse en mi sendero. Y yo, confiado, ya repetía el proceso…

Mis ruedas notaron un bulto, mi coche lo franqueó zarandeado y mis ojos me gritaron, pero ¡no!, no era eso; no, no podía ser un cadáver; sin embargo, sí, lo había visto, claro y distinto. No cabía confusión.

Mi veloz mente, mucho más que el coche, disparada recordó la forma impresa.

No parecía un cadáver. Además cómo suponer que aquella masa ensangrentada debía de ser humana y, empero, sus ojos inyectados aún hablaban.

Sí. Sin duda había sido un ser humano, aunque la piel en algunos lugares de su delgado cuerpo huesudo y estirado ya no le cubriese.

Era la imagen misma del holocausto, del exterminio. Pedazos sanguinolentos de su carne descompuesta y verdosa esparcidos alrededor del despojado semiesqueleto con una cabeza carente ya de pelo, casi intacta, que parecía mirarme con suplicantes ojos saltones.

El ruido sugirió a mi imaginación cómo su cráneo vencido estalló dejando escapar una informe mezcla roja, blanca y gris que corrió a unirse con la que le circundaba y de qué manera sus rodillas crepitantes se quebraron en mis astillas dispersas.

Debí parar. ¡¿Qué podía hacer?! No importa, el código dice…

El de atrás no paró. Quizá todo ha sido una pesadilla. Sí, claro. Después de dos horas bajo lluvia turbadora y en aquella oscura carretera… perfectamente podía haber imaginado todo. Me sonreí orgulloso: ¡Qué gloriosa imaginación! Lo que era capaz de hacer a partir de un trozo de cartón. Sorprendente.

Por fin llegué a mi ansiado destino y me tranquilicé con un templado vaso de leche que me empujó a la cama.

Días después dos policías llamaron a mi puerta.

– ¿Es usted Fulano de Tal?
– Sí, lo soy. – Lo era, respondí.
– ¿Circulaba usted con su vehículo el día tal sobre las tal por la carretera tal?
– Pues… – vacilé – sí. ¿Por qué?
– Queda usted detenido en virtud del artículo…

Ya no oía nada. Qué tontería. Que pesadilla tan extraña o que broma tan pesada.

Es gracioso que, aún hoy pasados siete años, cuando me despierto en esta habitación blanca de paredes acolchadas pienso: ¡Todo es un sueño!

Sí, pero una pesadilla.

«Negro» literario

He recibido una propuesta laboral relacionada con encargos para escribir textos de los que no me siento especialmente orgulloso, pero que son acordes con el objetivo de quien desea contratar mis servicios.

El otro día, durante una amistosa conversación algo acalorada con mi familia con motivo del quincuagésimo sexto aniversario de boda de mis padres, me recomendaban que rentabilizase mi relación con ese cliente que podría acrecentar mi fama allende lo que yo puedo lograr por mis propios medios. Sin embargo, mi opinión era que no quería aparecer con mi propio nombre en esas publicaciones, pues no es un texto del que me sienta especialmente orgulloso (como ya dije).

Repentinamente fui consciente de que quizá esa expresión tan poco siglo XXI, como es la de «negro» literario, igual no tiene que ver con la explotación, sino con la invisibilidad. Incluso una invisibilidad deseada por el autor. Aunque de no ser así, de no ser deseada sino ocultación intencionada por la parte contratante, es una forma en la que la invisibilidad se tiñe de explotación. Quizá de ahí el paralelismo inapropiado con lo que vivieron los millones de seres humanos en la lamentable historia de la esclavitud y la trata de personas.

En absoluto es el caso del que se trata en mi posible contratación: Siento que no quiero ser visto, que deseo la mayor opacidad en cuanto a la autoría de mis textos para este fin destinados, o incluso la más pura transparencia, para que quede a manos de quien paga por el texto, sin quedarse la rúbrica de mi firma.

Vantablack
De Surrey NanoSystems – Surrey NanoSystems, CC BY-SA 3.0,
https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=34139562

Quizá por ello recordé el material que pretende ser el más negro de los existentes, en el sentido de no reflejar absolutamente nada de radiación, limitándose a reflejar un 0,01% de emisión de la radiación recibida.

El Vantablack es una especie de «bosque» de nanotubos verticales que están en crecimiento. Cuando la luz alcanza el material, en lugar de reflejarla, queda atrapada siendo continuamente desviada entre los nanotubos de una forma alotrópica del carbono.

También me acordé del nombre no muy afortunado dado a la «materia oscura» o la «energía oscura», que deben su nombre, no tanto al anonimato, sino a su inexistente relación con la radiación electromagnética. Al menos que se haya observado hasta ahora.

Presentación La Piel del Ciruelo

Hoy presento el libro de Raquel G. Figueiras que ha editado la librería/editorial de Pepe Olona, Arrebato Libros, que lleva siendo un gestor cultural desde hace casi dos décadas.

La portada del libro es una ilustración/collage de mi querida Tanja Ulbrich.

Se presenta en la Galería Covington, en Madrid, a las 19:30 horas del viernes 20 de mayo de 2022.

Hay muchas personas «implicadas» en la presentación.

Yo no lo he escrito.
Yo no lo he editado.
Yo no lo he prologado.
Yo no lo he diseñado.
Yo no lo he organizado.

¿Qué pinto yo allí?

Hoy lo sabremos.

Toda la culpa la tiene la cartera

Me desperté pensando que podía ir a la piscina a nadar un poco, ya que había madrugado por culpa de la alergia, además así podría respirar vapores de agua clorada que no me hacen estornudar en un continuo espacio-tiempo molesto aunque no lo peor de lo que me ocurre.

(ya van tres me)

Y cuando fui a coger la cartera, ya con el bañador puesto bajo los vaqueros para ahorrar unos míseros segundos en el vestuario populoso, no la encontré. Soy tan meticuloso o puntilloso que es casi imposible que la hubiese dejado en otro lugar distinto al que la dejo nada más entrar en casa, o que no estuviese en la pequeña repisa junto al termostato que es el otro único lugar en el que podía estar si Carmen había tenido a bien colocarla en lo que ella considera que es su sitio.

No estaba en ninguno de esos lugares así que los nervios comenzaron a aflorar en mí y no podía dejar de pensar en que la podía haber perdido… y no me preocupaba en absoluto el dinero, puesto que seguro que no había más de 20€, que ya es mucho para mis costumbres. Pero pensar en la pérdida de tiempo y molestia que suponía renovar toda la documentación que llevo me estaba poniendo muy muy inquieto. DNI, carnet de conducir, tarjeta(s) sanitaria(s), tarjeta de crédito a punto de caducar, tarjeta transporte (no personal, así que tan solo era dinero) y tarjeta de acceso al gimnasio o piscina de agua ligeramente clorada que no me hace estornudar.

Y la cartera en sí.

Sí, la cartera o pequeño monedero (aunque no caben monedas) o mejor dicho tarjetero, de dimensiones reducidas y que me recuerda tantísimo aquel primer viaje que hicimos Carmen y yo a Donosti allá por 1999 cuando comenzábamos a conocernos, pero que debía «superar» (sí, era una especie de prueba, lo siento) para saber si ella era LA persona con la que podría estar el resto de mi vida, si ella quería (y yo superaba sus pruebas, que también las hubo), sí, la cartera era otra de esas cosas que no quería perder. Estuvimos alojados en una pensión modesta (los precios eran más baratos y teníamos más dinero) llamada Pensión Bikain en el corazón de Donosti. Fueron amables y nos regalaron dos carteritas que nos repartimos entonces. La primera la estuve usando más de 10 años hasta que se cayó de vieja y desgaste… y le pedí a Carmen la suya para poder seguir usándolas, pues ella apenas le daba uso.

Hoy fui a coger la cartera, ya con el bañador puesto bajo los vaqueros puestos para ahorrar unos míseros segundos en el vestuario populoso de mi piscina, y no la encontré.

Pero estaba, afortunadamente, en el otro lugar donde podía estar: en la mesa de mi estudio donde ahora estoy escribiendo este texto sobre una cartera que en realidad no perdí y de una piscina a la que no fui, desde donde he comprado billetes de tren para Donosti en septiembre de este año, reservado alojamiento en un hotel (no había disponibilidad en la Pensión Bikain) y escrito a mis amistades de allá con las ganas enormes de encontrarme con un cariño como pocas veces he sentido e ir el viernes a la tarde al Paseo Nuevo a ver cómo rompen las olas mientras otro año más ella está junto a mí, ir el sábado a la mañana al Sagardo Eguna a la plaza ‘la Consti… y comprar un par de vasos que llevar de vuelta a Madrid con un recuerdo maravilloso grabado en el cristal… y en la memoria.

Me desperté pensando que podía ir a la piscina y ahora sé que lo que quería era ir a Donosti.

Esto no es una broma