Apuntado de nuevo a Gimnasio y Piscina

Recién llegado de la PISCINA… no sé hacer nada… que me lío mucho con tanto trasto que hay que manejar, que si dónde dejo las llaves del candado, que si me llevo la toalla dentro o la uso en el vestuario, que si me llevo camiseta o no… y no tengo ni gafas… bueno, las de ver, pero me han dicho que necesito unas especiales… para el cloro (sin dioptrías, ni nada… así que veré dentro del agua pero no fuera…)

Parece ser que hay también gafas de piscina con graduación, incluso con auriculares, con tapones para los oídos, ¿por qué no con GPS? Seguramente las hay o habrá. Este lunes he comprado unas normalitas… de las de uso «iniciación», que me han costado 9,99€ en los grandes almacenes de deporte.

Eso sí, mi piscina está en el 4º Piso de un edificio céntrico de Madrid… y tiene unas vistas flipantes. Ya un día de estos hago una foto y la subo a insta…

Postureo total, no te imaginas… en pleno barrio de Chueca… Yo era, con DIFERENCIA, el más cutre del local. No tengo arreglo.

Hoy me he dado el día completito, con sauna, chorros de aguas termales, baños… (es que el primer día me lo regalaban, pero puede que lo contrate a partir del mes que viene (son 7€/mes))

Y tengo una toalla de baño tipo «abuela-de-toda-la-vida»… que canta un poco… pero qué le voy a hacer. Nada de toallas absorbentes especiales de las que no sueltan pelusas y son livianas como pluma de ganso, no, una toalla de las de siempre… pero, como dice mi amiga Aída, son mi pequeña resistencia pacífica contra el hipsterismo invadiendo la ciudad.

También he tenido que adquirir un pantaloncito de deportes (porque tiene que ser «de deportes«) que en realidad es sólo de running, pero espero que me sirva para bicicleta estática. He pedido ayuda a una dependienta que me ha dicho que ese era básico, pero que estaba muy bien. Creo que le ha quedado clara mi poca afición a esas cosas cuando le he preguntado si lo podía usar encima del bañador y cuando le he pedido que me indicase cómo salir de semejante laberinto de consumo temático.

Me resisto a comprar una camiseta especial antitranspirante o similar, así que será otro de mis pequeños gestos de punki trasnochado y usaré una camiseta con mangas recortadas de algodón, por ejemplo, de publicidad de una empresa de construcción, sin ir más lejos.

Uy, se me ha olvidado comprarme unas deportivas especiales (todo tiene que ser especial) para la bicicleta estática. Maldita sea.

Hasta el momento: Gastos: 35€/mes de gimnasio + piscina (municipal), 10€ de candado de combinación, 10€ de gafas, 10€ de bañador, 10€ de gorro de baño (el más cantoso posible), 10€ de zuecos de plástico, 5€ de pantalón… 90€ total en envejecimiento.

Eso sí, he llegado todo chulo, desde mi rehabilitación en el Hospital San Francisco de Asis a la Calle de la Farmacia (sic), con mi cochecito car2go de puerta a puerta, que si ya hago gimansia… pues digo yo que no hay que pasarse, ¿no?

Ecosistema terapéutico

Es curioso el ecosistema social que se forma en torno a una sala de rehabilitación.

Hay personas de diferentes edades que se acaban por relacionar entre sí, de manera más o menos natural, como por azar, pero sin serlo, entras en la sala y sabes que pasadas unas jornadas hablarás con esta o aquella persona y pocas veces le dirigirás la palabra (sin mala intención, ni acritud) a esa otra, ni ella a ti.

No solo es una simple cuestión de edad. Se valora entre consciente e inconscientemente el vestuario, la forma de moverse e incluso la manera de hablar, pues todo comunica y el ecosistema muestra su carácter tribal, categorizador sin ser segregacionista… o casi.

Un colgante de un crucifijo, un pendiente en una parte infrecuente de la oreja, un tatuaje, un reloj de pulsera dorado, unas gafas de pasta negra y amplias, una gabardina de vivo rojo, una mantilla, una falda recta por debajo de la rodilla, unos pantalones rotos (intencionadamente), un iPhone, un Nokia sin pantalla táctil, un ebook/ereader, unas uñas pintadas de según qué color…

Inicialmente, te sitúas en cualquier punto de la sala y notas las miradas, evaluándote con discreción, como quién no quiere la cosa. Hay algún acercamiento fallido de alguien que te dice algo que no te interesa lo más mínimo. Lo notan, generalmente, ambas partes. Quizá la respuesta sea poco del agrado de la primera parte por fondo o forma. Ambas partes saben que no deben estar en la misma categoría o clase o grupo o tribu o…

Una mirada distraída, una especie de «cabeceo» de esos del Tango, y acabas por entablar conversación con una chica de tu edad, que te pregunta qué te pasa. Quizá ha oído tu nombre al fisioterapeuta que está tratando, quizá no. Conversaciones sobre la salud, pero desde una perspectiva que se acerca vitalmente a la tuya: no estás en fase terminal, no te quedan dos telediarios, pero lo tuyo ya empieza a ser serio, como lo suyo. Habláis de su operación y te interesa lo que te cuenta y, sobre todo, cómo te lo cuenta. Sientes que el idioma es el mismo y se maneja (el habla) de la misma manera.

Después, ella te menciona la dolencia de otra persona de la sala en quién también habías reparado por su abrigo rojo y que notaste que te miraba cuando estabas esperando a ser atendido. Es la misma afección que la que tú tienes, así que estás casi al acecho de una coincidencia que te lleve a dialogar con ella y saber su tratamiento, su evolución, su situación… entre esperanzado y desesperanzado pues lo suyo parece ser más grave que lo tuyo y empatizas pero sintiendo una egoísta satisfacción interna que le manifiestas para que te comprenda y ella te envidia pero empatiza porque sabe que sentiría esa misma egoísta satisfacción interna.

Ya son varias jornadas y varias personas a las que conoces y saludas, incluso por su nombre propio. Son tu clan. Como en una prisión (lo sé por las series, no de primera mano), los reclusos o internos se agrupan con los suyos y miran de soslayo a los otros. Ahora eres de las modernas, de las clásicas, de las canosas, de las jóvenes, de la ancianas, de las sofisticadas, de las campechanas, de las espontáneas, de las vocingleras, de las silenciosas, de las susurrantes, de las que rezan, de las pobres, de las ricas…

Te sientas a su lado. Le preguntas qué tal ha pasado la noche, el fin de semana, la jornada. Le dices que te han vuelto a mandar sesiones de rehabilitación. Ella te dice que a ella le quedan sólo seis y luego no sabe qué va a hacer. Ella te dice que le quedan sesiones hasta finales de diciembre. Ella te dice que tiene para largo.

Comienzas a hablar de la vida tras la puerta y las ventanas (ventanucos) de la sala. ¿En qué trabajas? ¿Llevas mucho tiempo de baja? ¿Qué estudias? Claramente no eres del colectivo al que preguntarle por sus nietos, ni por su jubilación, ni estás dispuesta a criticar a la alcaldesa o hablar de fútbol. En realidad, nadie habla de fútbol.

Primark. Te contesta ella. Está de baja. Estudia Psicología. Tú eres, pongamos, poeta y no tiene sentido estar de baja. Impartes talleres de poesía y escritura creativa, pero no tiene sentido estar de baja. Trabajas en algo que no necesita que puedas caminar. Vives cerca de su trabajo.

Llega el momento de que te atienda el fisioterapeuta (en una camilla en mitad de la sala) y te despides cortésmente de la persona con quien hablas.

Hablas con el fisio. Le preguntas por su viaje. Te pregunta por tus dolencias. Le dices cómo vas evolucionando. Hablas de lo duro que es su trabajo y su situación laboral de suplente o sustituto que hace que no sepas si va a seguir atendiéndote y si esa relación que estás creando se evaporará como bruma de media mañana.

Terminas la sesión. Recoges tus aperos, tu abrigo. Vuelves a disfrazarte de ciudadana del mundo y cuando sales del local aprovechas para despedirte de tus afines, les diriges una amplia y sincera sonrisa mientras les deseas una buena evolución de su situación. Ignoras al resto sin mala intención. El resto también te ignora. Aceite y agua.

Justo antes de abandonar la estancia piensas que un día dejarás de ver a alguna de las personas que pertenecen a tu especie, que otra persona de las que ha entrado hoy nueva parece que te ha mirado con intención de establecer contacto y sabe que tú llevas más tiempo allí y cree que tienes algún tipo de poder o ascendencia sobre los demás por ello. Le devuelves la mirada y, quizá, un saludo personalizado confirmándole sus sospechas de semejanza.

Ya de camino a tu siguiente destino piensas si no has sido algo brusca en alguna despedida o si tus prejuicios te han impedido acercarte a otra persona… pero sobre todo te queda la amarga sensación de saber que esos vínculos que estás fraguando desaparecerán como lágrimas en la lluvia.

octavo día de rehabilitación

Hoy, teóricamente, Sergio, mi rehabilitador (fisioterapeuta asignado) no iba a estar para atenderme puesto que está realizando una sustitución o suplencia y aquél a quien sustituye se tenía que haber reincorporado.

No obstante, a la entrada me han dicho que Sergio seguía esta semana porque no ha venido su sustituido y he sentido una extraña ambivalencia emocional: alegría porque Sergio siguiese atendiéndome (es una persona muy simpática, sensible, amable y ya le he contado todo mi problema, así que lleva siete sesiones conociéndome) al mismo tiempo que una empática culpabilidad por alegrarme de que a la persona que se supone que tenía que conocer esta mañana no haya podido venir por tener un esguince. Habría preferido que, directamente, hubiese decidido por su propia voluntad dejar de trabajar como fisioterapeuta para ser, pongamos, poeta o jugador de baloncesto profesional.

Me queda la duda de si este desconocido será mucho más amable, simpático, sensible y mejor terapeuta que Sergio, pero he preferido el conservadurismo de escoger lo conocido.

Pero la duda…

Como niño con zapatos nuevos

Estoy sorprendido de mí mismo.

No he comprado zapatos
desde que tenía que usarlos
para trabajos en los que el calzado era importante
para teclear.

Aunque recuerdo una vez
en Segovia
que hube de adquirir unos zapatos
para poder bailar Tango
hace tan sólo un par de años.

Mayor sorpresa es que los zapatos
sean marrones.

Siempre he preferido zapatos
negros
si no podía evitar ir con calzado deportivo.

Uso calcetines de algodón absorbentes
y blancos incluso aunque soy consciente
de que existe una postura estética contraria
a esta combinación tan
(parece ser)
irreverente.

Este tipo de cosas convierte la mayor nadería
en una revolución.

He comprado zapatos
de una marca que presuntamente está indicada
para personas con dolencias podales
pero he de reconocer que mi fauna de calzado
estaba al borde de la extinción.

Camino por las calles con mis nuevos zapatos
con suela acolchada
mirando a los demás seres humanos
pensando si se habrán fijado en que mis nuevos zapatos
marrones
son mucho más sofisticados que yo
y si habré de dejarme barba
para ajustarme
a la consonancia que exigen mis nuevos zapatos.

Por primera vez en mi vida
temo ser pisado
por si se manchan los zapatos
y los aparto del sol en su reposo doméstico
para que su piel no sufra desperfectos.

Como niño con nuevos zapatos
estoy ilusionado con algo tan carente de importancia
que me sorprende
el porqué no he descubierto antes
el poder revitalizador
del consumismo.

Cúrcuma curcumorum

rocío de cúrcuma el arroz amarilleándolo
la encimera de la cocina se contagia
la pasta con verduras reclama su dosis
el pollo al curri abandona al curri
y todo por la cúrcuma curcumitante
ese presunto ibuprofeno natural
cargado de futuro y de curcumina
que me va a calmar

me va a calmar
calmar
calamar
calmar

y no.

por más que todo lo rocío de cúrcuma curcumitosa
por más que el arroz es amarillo por esta adorada especia
por más que la encimera me recuerda que la uso con delirio
por más que la pasta olvida que antaño era verdosa
por más que el pollo insípido ha perdido currito

no me consigo calmar
calmar
calamar
calmar.

A cada paso

A cada paso
duele la autoestima
golpeada por el oscuro edema de mis huesos
ajada por el transcurrir inevitable de la vida
asustada por el hematoma de cántaros en flor
duele la autoestima
cansada por la cicatriz que nunca cesa
dormida por la falta de acicates
muerta por la muerte venidera.

A cada paso
paso
paso
y todo duele.

La ausencia de empatía produce monstruos

Ni siquiera la palabra empatía está aceptada en el diccionario de mi ordenador. Es triste. Así nos va.

Hoy he tenido que ir al médico a que me diagnosticara un dolor intenso y, sobre todo, duradero de la parte superior izquierda del tarso del pie izquierdo que duele más a medida que camino y cuya molestia no remite ni tras reposo. Tan sólo puntualmente con la ingesta de un antinflamatorio genérico oral, tipo ibuprofeno, el dolor desaparece.

No soy un consumidor habitual de fármacos sin receta, es más, presumo de no tomar absolutamente nada que no me haya «mandado» un médico. Y entrecomillo «mandado» puesto que no olvido nunca que lo que hacen es recomendar y no mandar pues, en última instancia, puedo ignorar siempre su recomendación y hacer lo que me dé la real gana. Pero no suele tampoco ser mi caso: Soy un paciente paciente y confío en sus conocimientos sobre la ciencia médica (esa extraña ciencia) por encima de los míos y, por supuesto, por encima de mercaderes de ilusión que con estafas new age te ofrecen curaciones mágicas para todo tipo de sintomatología.

Amén del diagnóstico, que me ha comunicado en un obtuso lenguaje ultratécnico, esperaba una prescripción comentada, es decir, del tipo: esta afección requiere este tratamiento, aunque tiene este efecto secundario… pero es la mejor opción porque…

Pero no, se ha limitado a soltar su perorata hueca, su mensaje carente de receptor capacitado, lo que ponía d manifiesto su inexistente capacidad de comunicación humana, su falta de empatía hasta la saciedad, característica que dicen propia de psicópatas y otros enfermos mentales, aunque a mí sencillamente me ha parecido fruto de su ego y su arrogancia, posiblemente fruto de algún trauma o complejo de inferioridad.

Es curioso que las dos únicas veces que he tenido incidentes «desagradables» con médicos haya sido en clínicas privadas. Las veces que he sido atendido en el sistema sanitario de la Seguridad Social siempre, sin excepción, he sido bien tratado por profesionales que, si no se cuestiona su capacidad para realizar correctamente su trabajo ni su metodología (lo que viene siendo el método científico basado en el pensamiento racional), me han tratado perfectamente, aconsejándome procedimientos que, en la mayor parte de las ocasiones o prácticamente siempre, han resultado en una enorme mejoría de mi calidad de vida, de mi salud, que cuando ha sido maltrecha lo ha sido por causas poco místicas.

Por no mencionar el tema de la pésima gestión de las clínicas privadas que, en comparación con la sanidad pública, son ineficaces, derrochadoras, caóticas, lentas, enervantes, crispadas… pero eso sí, mucho menos criticadas.

¿Por qué fui a «la privada» entonces?

Por una cuestión banal, pero importante: mi médico de cabecera, que me encanta, tiene horario de tarde y no quiero cambiar para no perderle, pero durante estos meses pasados me era imposible acudir sin tener que renunciar a alguna clase y, consecuentemente, al dinero ingresado. Ahora empiezan las vacas flacas y tenía que llenar el granero.

Y no me gusta la aproximación por la cual el paciente se dirige directamente al especialista, sino que respeto la cadena de protocolo diagnóstico que tiene como puerta de entrada a esa figura muchas veces vilipendiada que es el médico «básico» de cabecera, de familia… o como se quiera llamar que acaba siendo un «dispensador» de recetas y/o citas de especialista, pero yo no quiero saltarme ese trámite que respeta ese trabajo que considero esencial para no acabar perdiendo tiempo en especialistas que el paciente se haya auto-diagnosticado y auto-recomendado, ya sea tras una ardua búsqueda en google o una especializada conversación de bar con unas amigas.

Pero sé que soy rara avis. Quizá un día estaré extinto.

Miedo a la hidratación

Pensé una frase «divertida», un pequeño chascarrillo y a continuación en la repercusión que tendría publicarlo en Facebook.

Justo en ese momento me entraron los siete males, de imaginar el aluvión de recomendaciones más o menos coercitivas de nutricionistas aficionados que ejercen las 24 horas al día.

No lo publico.
Sí, sí publícalo, pero prohíbe a cualquiera que te quiera decir qué tienes que hacer con tu vida.
Es demasiado duro andar prohibiendo comentarios por una cosa así.
Es verdad, no publico.
No, no me refiero a eso, mejor publica, pero no le des importancia a los comentarios.
Ya, pero es que es posible que incluso se enzarcen amigos o amigas en diatribas acaloradas por un chascarrillo.
Pues como quieras. No publiques.
Sí, sí, quiero publicarlo. Pero me da miedo.
Pero si es un tonto chascarrillo.
Ya lo sé, pero ¿crees que lo saben los usuarios y las usuarias de esa red social? ¿No lo tomarán en serio?
Quizá tú estás tomando demasiado en serio lo que puedan comentar.
Puede ser. Sí. Tienes razón. Lo publico y a ver qué pasa.
Eso, lánzate, así, con valentía.
Puffff… da miedito.
¡Venga ya!
Ya te digo. Pero sí, hoy voy a publicarlo. He pensado que cuando alguien comente, sea lo que sea, voy a darle al icono de la risita, sin ninguna otra explicación. Así, sin avisar. Me da igual el comentario que sea. Me río y punto. Risa demoledora. ¿Qué te parece?
Algo incorrecto, pues te estás riendo de la gente. Pero bueno, si te hace sentir más tranquilo…
No sé si más tranquilo, pero quiero publicarlo, sea como sea, para no sentir que estoy perdiendo libertad tan rápidamente como siento que la estoy perdiendo.
Esta conversación demuestra que la has perdido ya. No te resistas, adáptate a los nuevos tiempos.
Jo… Hoy pensaba que hace años era bastante punki y ahora soy más bien hippie… pero ambas tendencias están tremendamente trasnochadas.
Ya estamos otra vez. Ahora te meterás con los hipster.
No, no eso. Pero bueno… te dejo, que voy a publicar en FB ese texto tan rompedor como absurdo. ¡Y a ver qué pasa!

Me estoy hidratando.
¿Con agua o alguna crema?
No, no. Con hidratos de carbono.

Esto no es una broma