Cómo recorrer 3/4 partes de Toledo solo y durmiendo al aire libre (IV)

Continuación de Cómo recorrer 3/4 partes de Toledo solo y durmiendo al aire libre (III).

Fue entonces cuando tropecé con una bonita rubia platino de unos dieciocho años (yo entonces tenía 18). No pude por menos que parar y preguntarle algo; no se me ocurría nada y ella seguía allí, sentada, mirándome. Por fin le dije que si iba bien para Talavera y me dijo con una voz dulce y agradable: «Sí, pero hay más de doce kilómetros» a lo que respondí que no me importaba y que tenía tiempo, además, siempre podía darse el caso de que me cogieran. «Yo lo digo – dijo – porque debe de estar a punto de venir un autobús para Talavera».

Aquello me convenció de la estupidez de seguir haciendo el camino por métodos demasiado antiguos. Me senté a su lado a esperar el autobús que ella también estaba esperando y comenzamos a charlar.

Yo no paraba de hablar, le contaba cosas, mis aventuras y poco a poco mi forma de ser y mi vida, tranquilamente, como si la conociese de toda la vida. Ella también me contó sus ilusiones, sus aficiones y gustos, me hablaba… nos hablábamos como si quisiéramos conocernos.

Estaba doblemente contrariado y sorprendido, en primer lugar porque, como ella, Helena, podría comprender, me extrañaba hablar como lo hacía, sin ser obligado a ello, con confianza y sinceridad; segundo, estaba empezando a creer que me estaba enamorando de ella. Me asustaba pensar que solo estuviese viendo una forma de olvidar a Helena, sobre todo porque si solo fuese eso me daría rabia y pena, por no ser capaz de olvidarla.

Habíamos cogido el autobús y, tras un ajetreado viajecito, macuto arriba, macuto abajo, llegamos a Talavera.

No había decidido aún que hacer. Me hubiera gustado ir a visitar a mis tíos en Talavera, haber pasado allí un par de días, pero mis padres habrían sabido y no quería que pudieran enterarse.

Desorientado, pero sintiéndome cómodo con ella, casi podría decir que feliz, la seguí y juntos paseamos desde la estación de autobuses a su portal. Allí nos detuvimos y ella, antes de que yo le dijese si iba o no a marcharme a casa, me dijo dónde solía ir por las tardes y, si quería, allí podría encontrarla.

Comencé a creer lo que me había querido atrever a pensar, a sospechar que yo, sí, yo, le gustaba a aquella preciosa desconocida…

Quizá no tan desconocida después de aquella tarde juntos. A decir verdad, yo no sabía qué contestar; no tenía idea de si quería o no irme y aquellas indirectas insinuantes conseguían que quisiese quedarme, pero, por otro lado… bueno, realmente aún (1 mes después) no sé porqué, empecé a dudar de lo que podía parecer evidente, de que yo le gustaba y puse otros mil impedimentos, prácticamente ninguno de ellos con fundamento lógico, para quedarme; empecé a querer irme y, como digo, todavía no sé porque no me quise quedar.

Cada vez que he pensado y recordado mi acampada, me arrepiento de no haberme quedado aquella noche en Talavera (incluso hoy, 26 años después).

Ha llovido mucho desde aquellas cortas vacaciones; desde que dejé, a medio terminar (medio empezar), mi fugaz diario, mas aún recuerdo con exagerada exactitud los más nimios detalles de mi desventurada aventura.

Así, por ejemplo, que Susana me acompañó a la estación de tren, la cual estaba al final de su calle, como esperándome, eso sí, sin tren alguno hasta horas después.

Se levantó el viento de su siesta vespertina y las rachas violentas movían la arena generando polvo en el aire.

Susana marchó a su casa atravesando aquel huracanado panorama, diciéndome que me esperaría esa noche.

Entré, sin mirar atrás, en la estación, topándome con un noruego que intentaba hacerse entender por el encargado de la taquilla de los billetes. Hablaba en inglés y aquel no descifraba ni palabra. Me acerqué y reconocí al extranjero como un acompañante de mi viaje en autobús de Toledo a Cazalegas; bueno, como supe después, él había seguido hasta Talavera.

Yo creía, y no me equivocaba, comprender lo que quería saber el nórdico y se lo traduje, previa autorización y un afable saludo, pues él también me había reconocido, al histérico ferroviario desagradable que no hacía caso alguno a mi desventurado e improvisado amigo (es curioso como, a veces, una casualidad crea una amistad y, otras, ni mil coincidencias son suficientes). Por ello conseguí que me prestase atención y los horarios y precios de trenes para Lisboa. El primer tren pasaba a la mañana siguiente y aquel turista había de pasar la noche allí, en un banco.

En un banco, nos sentamos y empezamos a charlar, claro, en inglés. Ni él ni yo hablábamos inglés perfectamente. Él mejor que yo, todo sea dicho, por lo que nos entendíamos bastante bien pues buscábamos las formas más sencillas de decir las cosas.

Llevaba ni más ni menos que tres meses de acampada por Europa y había estado en más de diez países. Vivía en la costa más septentrional de su país, lo que atrajo poderosamente mi curiosidad. Por los mapas, conocía algo de aquella zona polar y comencé a preguntarle ávido de respuestas que me parecían apasionantes.

Los días y las noches, que duran allí como unos dos meses, no son tal y como los entendemos los latinos, no existía la claridad de un sol resplandeciente ni en verano, ni la oscuridad romántica y envolvente de la noche nuestra, me contaba. Solo había una clarioscuridad blanquecina y un sol apagado que se bañaba en el horizonte.

Al tiempo, yo le hablaba del júbilo de una fiesta trasnochadora en el cálido verano, donde se podían contar las estrellas por miles. El trasiego de gentes, el griterío, la ?úsica, la poesía, el amor ante la luna llena… Helena, sí, le hablé de Helena también.

El olor pesado y agotador a tierra mojada antes de la tormenta y, cómo no, de que aquello que más envidian, el sol, el rey de los astros cuya luz produce quemaduras como tributo por vivir, causa deslumbramientos incluso sin mirarlo y que hace vibrar el aire en ondas armoniosas, hace brillar el agua de un estanque y rebota intenso en la cal blanca de los pueblos blancos de Andalucía….

En fin, que se me subió a la cabeza el espíritu patrio enalteciéndolo todo, incluso los defectos tachándolos de originalidades.

Nuestra grata conversación se extendió hasta que la llegada de un tren para Madrid la puso límite y yo me embarqué llevándome su amistosa y, en parte, agradecida despedida.

El viaje transcurrió, que yo recuerde, aburrido y monótono; largo, parecía interminable como si quisiese llegar, pero no era así… ¿o sí?

Lloré por alejarme o acercarme o quizá fue otra la causa. Me sentía solo, más solo que hasta entonces; triste y humillado, vencido, no cansado, por todo contra lo que luchaba ¿contra qué luchaba?, ya no recuerdo (y menos aún 26 años después).

Todo terminó, todo termina, también este soliloquio. Parte de mí terminó muerta en aquella excursión. Ya va quedando menos (gracias a Dios)

ADios.

Toledo y Madrid, 13 de Mayo de 1987.

Cómo recorrer 3/4 partes de Toledo solo y durmiendo al aire libre (III)

Continuación de Cómo recorrer 3/4 partes de Toledo solo y durmiendo al aire libre (II).

Hoy ya no es día 2, pero he de completar este corto, brevísimo diario.

Me desperté soñando no recuerdo qué acerca de quien más recuerdo. Hasta cierto punto, eso me enfureció, pensar que ni en mis sueños era libre de no pensar en ella. Eran sólo las 6:35 pero no quería reconciliar el sueño ni el ensueño. Con energía y sin pereza, lo cual me sorprendió, me incorporé y comencé a organizarme para irme.

Recogí la tumbona y pensé dejarle algún mensaje escrito de agradecimiento pero no me ocurría nada ocurrente y lo dejé en las gracias orales que el día anterior le había dado.

A la salida del camping hube de pagar para recobrar mi carnet de identidad que había tenido que dejar allí en depósito la noche anterior, al entrar.

Salí, sin saber donde ir, pero no quería seguir en Toledo. Decidí visitar la oficina de información y turismo para conseguir un mapa de la provincia e información, como es obvio tener una oficina de información; con la intención de visitar el Casar de Escalona o Cazalegas.

Estaba cerrada.

Volví al parque en el que el día pasado había estado recordando y me dije a mí mismo: – Esta vez no te pasará-. Pero me pasó. Pronto pensé: ¿por qué quiero sentarme justo en el banco en el que estuve ayer? aún es más, ¿desde cuando me gustan a mí los parques?

Las respuestas a estas y otras preguntas llevaban su nombre como portada y no quería ni mirarlas. En realidad, las sabía.

Extraje las cartas de mi macuto y me preparé para hacer un solitario. Comencé. Era su solitario; el solitario que ella me había enseñado a hacer. Ya no sabía qué hacer. Los nervios se estaba apoderando de mí. Entonces volví a huir otra vez más de los recuerdos de aquel parque que parecía tener algo especial para recordarla.

Me dirigí al centro de la ciudad, a pasearme por las callejuelas bulliciosas y en las que debía estar atento para no chocar no con las gentes, ni con los coches, ni con las paredes y ello me distrajo lo suficiente para calmarme.

Alrededor de dos horas duró esta situación y después recordé que sería buena idea tener algo que hacer ese día y por ello regresé a la oficina, ya abierta, de turismo.

Allá me dotaron de un mapa y de los datos necesarios para ir a Talavera, en cuyo camino se halla Cazalegas.

Cogí un autobús, es decir, el autobús me cogió a mí, en Toledo a las 12:00 que me condujo a Cazalegas en, aproximadamente, una hora y media.

Estaba fuera del pueblo, como a un kilómetro, y lo veía todo desde arriba y me pareció, y no me equivocaba, sumamente pequeño.

Decidí adentrarme en él y buscar un lugar para pasar allí la noche. Por si había suerte, en el camino que conducía al núcleo urbano, tendí el dedo y hubo suerte: el primer coche paró. Entré y entablamos conversación de autoestopista; él me desveló que había sido boxeador y yo que era estudiante. Aproveché aquella charla para preguntar si en aquella localidad había un camping o algo similar para pasar la noche. Él me contesto que, en efecto, había no solo uno, sino dos campings junto a la playa de un embalse, pero que estaban a algo más de un kilómetro pasado el pueblo. Más o menos entonces, se detuvo frente a una casa y me dijo – Espérate un momento -. Yo no vi inconveniente en hacerlo y al tiempo escuché, no porque yo sea cotilla, sino porque hablaban gritando, cómo decía mi improvisado chofer:
– Vuelvo pronto, voy a acercar a este chaval al camping.
Siguió conversando con aquella señora que le había salido a recibir y que luego me enteré de que era la señora de su capataz al que, atravesando el pueblo, que en poco tiempo se atravesaba, nos encontramos.

Paró a hablar con él de una cosecha de no sé qué y de que en aquellas noches se les había helado el manzano. Mi amable piloto se lamentó y le dijo – luego hablamos, ¿vale? – y siguió dirigiéndome hacia el camping. En la entrada del mismo nos despedimos y le agradecí su generosidad.

Entré y pedí un papel para hacer la reserva en la recepción y dejé mi DNI como garantía. Busqué un sitio donde extender mi manta y mi saco y, tras no poco andar, encontré un lugar cómodo, con un árbol que me sombreaba, un suelo bastante llano y una panorámica inmejorable desde la que veía la playa y, en embalse, veleros, veleros y yates de un bonito puerto deportivo.

Me tendí y mi estómago me recordó que era hora de comer. Abrí unas latas y comencé la ceremonia. Al rato, noté que donde estaba había muchas hormigas y eso no me atraía para pasar allí la noche al aire libre.

¡Ah! ¡Cómo echaba en falta entonces la tumbona del día anterior!

Cuando hube acabado de comer, decidí no montar allí mi maldotado dormitorio y, sin ningún problema, pude anular mi reserva y recuperar mi DNI.

Estaba a pocos kilómetros de Talavera y tenía el tiempo suficiente para ir andando. Salí a una carretera realmente mala y comencé a marchar al tiempo que, cuando pasaba un vehículo, hacía autostop.

Continúa (y termina) en Cómo recorrer 3/4 partes de Toledo solo y durmiendo al aire libre (IV).

Cómo recorrer 3/4 partes de Toledo solo y durmiendo al aire libre (II)

Continuación de (Cómo recorrer 3/4 partes de Toledo solo y durmiendo al aire libre).

No sé qué ocurriría finalmente pero yo hube de irme pues ya había comprado mi billete hacia Toledo. En los andenes de la estación pude estar cercano a otro acontecimiento digno de ser contado.

En un habitáculo colindante a una sala de espera a la puerta del cual yo estaba sentado, entraron 5 vigilantes de RENFE grandes, fuertes y bien armados y, segundos después, fueron saliendo uno a uno como indignados y con prisa. Tras ellos salieron unas voces de una mujer (otra mujer, para la estadística) que, extasiada por su propio histerismo, gritaba:
-Al rey, a los diputados, al tribunal constitucional habría que llevar este caso.
-Disculpe, señora… – quiso calmarla un funcionario.
-Y usted, ¡usted, cállese! Dos horas que llevo esperando para comprar un billete para Parla y aún no lo tengo… bla, bla, bla…

Yo me fui. No tenía ganas de aguantar otra vez la risa ni de meterme en líos.

Llamaron por los altavoces para un tren para Toledo pero no me enteré y me dispuse a preguntar a una chica rubia que iba con dos chavales pequeños que se anticipó preguntándomelo a mí, con lo cual, como es fácil imaginar, quedé algo perplejo y más aún cuando me dijo entre castellano e inglés sin venir a cuento:
-No te vendría mal afeitarte.
Creí que no había entendido bien y, cuando me di cuenta de que lo había entendido, lo entendí menos. No sé porqué, pero en ese momento me pasó la imagen de… bueno, de quien va a ser, como siempre.

Me asustó la idea, por un momento, de no poder escapar de ella durante toda mi escapada pero (¡tachán!) la suerte estaba echada.

Por supuesto, dejé ir ese tren y esperé al siguiente al que entré sin mayores altercados.

Entablé, prontamente, amistad con dos matrimonios ingleses que no entendían nada de castellano y con los que estuve hasta entradas las dos del mediodía. Había llegado a esa ciudad de contrastes entre lo rústico de sus gentes y la cosmopolita esfera de turistas, entre lo rústico de sus catedrales y murallas y las sofisticadas máquinas que las inmortalizan.

Comí tarde y después quedé como adormecido con macabros pensamientos en un banco de un parque. Observé las palomas y escribí su nombre en la arena y lo contemplé hasta que se me caían los párpados. Me incorporé, recogí el macuto, y salí, huyendo, todo sea dicho, de allí.

Anduve varias horas vagando por estas callejuelas zigzagueantes, escalonadas y empinadísimas, buscando las sombras, las estrecheces y la soledad, pero, al mismo tiempo, tenía mido, porque sabía que, si estaba solo, ella estaría conmigo y yo no podría soportarlo.

Conseguí dar con el camping y me introduje en él. Desinteresadamente, mi amable vecino me prestó una tumbona para que pudiese dormir más cómodamente y trabé amistad con él. Ahora estoy tumbado sobre ella y me voy a dormir.

Seguiré mañana: día 2.

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Cómo recorrer 3/4 partes de Toledo solo y durmiendo al aire libre

Día 1º: (Coincide con ser día 1 de mayo de 1986)

Salgo de mi casa, habiéndola llenado de embustes y con mi conciencia martilleándome y mi macuto a cuestas a las 8:30. Mi gran temor era que mi padre, generosamente, se ofreciese a llevarme y me angustiaba la idea de que descubriese todas mis mentiras de un solo golpe. Por tanto, mi pequeño gran suspiro vino cuando conseguí, tras el no poco agitado viajecito, cuando se viaja en el último asiento, verme en Madrid, la gran metrópoli, la populosa capital y el orden más desordenado.

Pues bien, yo, un osado estúpido, la atravesé como tantos hacen cada día, en la línea 1 de metro (suburbano), pero para mí este día, era algo especial: notaba independencia creciente en cada estación.

Llegué, sin incidentes dignos de ser mencionados, a la estación de Atocha y, para acceder a las taquillas de Renfe, crucé los pasillos, los largos corredores, cuidados y limpios por mendigos y vagabundos… bueno, eso es lo de menos, lo divertido es que logré mi propósito… bueno, lo divertido tampoco fue llegar, sino lo que a continuación narraré que ocurrió allí.

En ocasiones es posible observar a las gentes afables, tranquilas y solidarias de la insigne villa transformarse, como por influjo de la luna, en bestias groseras, egoístas e, incluso, violentas. La escena que el destino me concedió presenciar fue uno de estos casos: Habían dispuestas dos abultadas filas para comprar los billetes y yo, sin pensarlo tanto como el burro aquel que tenía ante sí dos montones exactamente iguales de paja, opté por una de ellas, prácticamente al azar, entre tanto y para pasar el rato estuve observando los quehaceres de una familia que se había situado en ambas filas para elegir, en último término, la más conveniente. Hasta este momento, todo era dulce y suave, propio de gentes afables, tranquilas y solidarias, más cuando apenas quedaba una docena de personas delante de mí y casi una docena de docenas detrás, sucedió que una señora de lo que las gentes de aquí entiende por malos modos irrumpió bruscamente en los puestos de vanguardia de la fila profiriendo gritos en favor de su justicia vengadora –me sá vían colao, pos ahora me cuelo yo-.

Curiosamente, el concepto de justicia, a pesar del increíble número de telefilms yankis que ingerimos al año, de las quijotescas gentes ibéricas está, por suerte, encontrado con el de ojo por ojo y parece más influido por el bíblico de poner la otra mejilla; el caso, lo que importa, es que a esta proveedora de sus libertades, de sus derechos, y no creo que de sus obligaciones, la hicieron frente verbalmente aunque un defensor de esta fiscal, abogado, jurado y juez agredió, no solo verbalmente, a uno de tantos sofistas que surcan el mundo y que imploraba –razone, señora, razone-.

Pues él, guardó su filosofía en el bolsillo y respondió a su agresor, por supuesto, tampoco verbalmente. 2 minutos después eran ya 4 individuos los que, en cada lado, peleaban físicamente como adolescentes borrachos.

A mí me divertía ampliamente observar aquel caos y a aquella vilipendiante señora vociferando -pos yo digo que daquí no me muevo-.

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Esto no es una broma