Ventana, M-20040115

Retomarte, reconquistarte, en mitad de la lectura de un libro de arte es un inmenso misterio que atenaza mi postura.

Los restos de ropa expuesta no están ensangrentados pero la camisa roja salió del fondo de la noche.

Por agujeros en la pared se oye el silencio que en la calle anuncia que se está tendiendo el día.

Querría (creo), de una vez por todas, escribir una novela pero no parece posible.

Hoy tengo tantas cosas por hacer que me paralizan y no avanzo hacia ellas sino ellas (todas juntas) hacia mí y mi sable no es lo suficientemente potente para matarlas a todas. Estoy hablando de sexo. ¿Te das cuenta de que sigo atado a una ventana llena de vicio?

María Luisa no sale a recoger la sábana tendida. Duerme porque anoche la cena le sentó mal: espárragos que se deshilachaban en su boca como el tiempo bajo sus pies. María Luisa está viva otra vez. La criogenización fue un éxito.

Ventana 20011127, Martes

Me ha costado seguir escribiendo.

Me dicen que vaya terminando y yo creo que aún no me he atrevido a entrar verdaderamente al otro lado de esos cristales.

La luz de siempre. Dos cuerdas. Las de siempre. En una de ellas veo un cuerpo que no creo, porque no quiero creer, que es el de Marisa. Ahora que me atrevo a llamarla Marisa, ella cuelga con la boca abierta de la primera cuerda que pare ella era la segunda.

Está retorcida alrededor de su cuello amoratado y su boca se abre como si las mandíbulas fuesen de mantequilla.

No quiero mirar a sus ojos que sé que están abiertos y aún mirando hacia acá intentando desesperadamente llamarme para pedir ayuda. Sabía que tenía que terminar así. Puedo leer el futuro que es su futuro, no el mío, y jurar que lo sabía, ella acabaría pensando que los caminos de la vida conducen a la misma nada que una televisión apagada, que un marido infiel que la golpea, maltrata, veja, viola hasta hacerla sentir la mierda que es.

No puede llorar. No puede apoyarse en nadie ni fugarse con ese pescadero de labios amorfos que mira sus tetas insinuándose cada sábado por la mañana, detrás y delante de cada otra clienta. Tampoco para él es nadie y como aquel olvidado esquimal que murió en la tundra, más allá de la tundra, luchando contra una tormenta invencible de nieve de viento, ella también lo sabe.

Se ha matado pero yo tengo que contar su historia y esto es solo el principio o acaso no se puede hablar sino de palabras en el aire que flota como sílabas sin sentido, como letras desarticuladas que abren bocas, sexos, culos, cielos nublados por donde un rayo de luz (no verde) cae contra nosotros.

Ventana 20011123, Viernes

Por los eructos sé que ha comido morcilla con huevos fritos. Los huevos estaban muy fritos, en aceite muy caliente y se doraron las claras formando unas nubes de colores alrededor de las cuales nada la yema aún fresca y jugosa.

Lalo se chupaba los dedos después de mojar el pan. No le gusta usar tenedor con los huevos fritos. Es su comida preferida aunque nunca lo reconocerá diciendo que las chuletas de lechal le pierden. Es mentira. Como todo este texto, eso, también es falso. Le gustan los huevos fritos desde siempre, desde nunca, desde nada, cuando era un diminuto crío a la salida del colegio de Salesianos de la Glorieta de Embajadores. Los comía en el colegio y se los servían fríos en aquel comedor que siempre recuerda inmenso. Los compañeros se reían de él porque le chorreaban goterones amarillos en su cara pecosa y áspera. Ya entonces los comía solo con un trozo de pan en cada mano y por las noches ocultaba a su madre que había comido huevos por si había suerte y volvía a comerlos a la hora de la cena.

Maria Luisa, a quien a partir de ahora voy a llamar Marisa, le fríe los huevos como nadie; ni siquiera su madre en la cocina de hierro fundido y carbón, la vieja, la de la primera casa que tuvieron antes de que su padre se fuese a Alemania.

La madre de Lalo era madrileña de pura cepa. Una rara avis de los gentilicios, si tenemos en cuenta que entonces Madrid estaba absorbiendo tanta población que la inmigración actual parecería anecdótica. Eso sí, todos eran de la misma raza. La raza que hoy se erige en dueña de una tierra que no le pertenecía. Una raza un tanto ladrona, bien mirado. Pero a la madre de Lalo nunca le surgieron estos pensamientos y menos cuando conoció a Juan, el de la charcutería, que era solo madrileño de adopción. Sus padres eran de Motilla del Palancar y él no recordaba nada de los ocho años en que se crió allí.

Ventana 20011122, Jueves

Me tiemblan las piernas sobre el futuro revistero. Me corre la mano nerviosa, sin poder parar, el corazón en un puño, se ha cerrado el pecho y puedo notar el miedo en mi estómago: no me llama.

Veo la ventana con sus lucecitas ocres ocultando la simple frustración de Maria Luisa que no piensa nunca en el suicidio, en huidas desesperadas, en arrojar la toalla del aguante y viajar a otros calizales, moribunda se arrastra en una vida sin colores.

Yo tengo miedo de mí mismo. Tengo miedo a llorar y no poder parar jamás y ahogarme en mis lágrimas, tengo miedo a dejar que mi grito salte la tapa de mis sesos y no me atrevo a mirar a esa ventana donde mi espejo me lee mi futuro.

Compruebo si hay mensajes, si el teléfono funciona y no tiene línea. Sí, sí tiene línea pero no lo había probado bien. Malas pasadas que juegan los nervios. No temo a la hoja en blanco, temo a la hoja gris y a mi encefalograma alterado diciendo que puedo estallar, que mis neuronas sueltan chispitas y hacen katapún y se acabó. Tengo miedo y miedo y miedo en esta estúpida atalaya que no impide que mis piernas tiemblen apoyadas en esta aún no revistero que aplasto con mis botan que aprietan mi dedo anular del pie izquierdo.

Estoy sudando y soy consciente de que hace frío pero la agitación termo-nuclear produce diecisiete soles y un temblor en los párpados que indica que sobrepaso el límite de vibraciones recomendable.

Laten todos mis músculos de forma asíncrona. Son latidos de un corazón angustiado que ha de tener escapatoria.

Maria Luisa ¡Ven a salvarme! ¡Te necesito!

Pero ella sigue al otro lado de su soledad, al otro lado de su ventana, cárcel que impide un mundo donde confluyen las estrellas con mis ojos y la esperanza con una sopa caliente.

No hay forma de esquivar el fondo de mi alma. Estoy pensando emborracharme y creo que lo haría si hoy fuese un martes trece. Pero es jueves, jueves normal (mortal) y unos labios sellados se niegan a relajar los músculos de las mandíbulas.

Maria Luisa está olvidada por un trauma infantil del que no estoy sanado. Pero ya es tarde.

Ventana 20011121, Miércoles

Ya no hay arenilla de patatas entre sus dedos rojos de fregar. Sus manos le duelen de amargura y la irritación no cambia, no cambia.

Lalo ha salido a por tabaco y Maria Luisa le espera viendo la televisión porque tiene que hacer algo que consuma su tiempo. Hoy está cansada porque esta noche no durmió bien.

Tuvo una pesadilla en la que su madre devoraba las manos de una niña que ella reconocía como suyas. Le dolía el mordisco y ver cómo la sangre entraba en esa boca ansiosa, salía por los ojos y cubría la cara de su madre que escupía espumarajos rojos.

Acaba de salir a recoger la ropa tendida aprovechando el intermedio y me puede ver en mi ventana escribiendo sobre ella. Siempre mira hacia acá buscando el refugio que no encuentra en su casa. Mira entre la oscuridad buscando otra mirada que mire entra la oscuridad buscando otra mirada.

Es tímida. Se ha escondido tras la pared encalada de suciedad, trinchera de su vida, para doblar la ropa que, bajo el manto de humedad, va recogiendo.

Vuelve a asomar la cabeza tras el caparazón calcáreo que la cobija. Comienza de nuevo el programa de televisión que está viendo. Se va.

Ventana 20011120, Martes

En el autobús de esta mañana la mujer cabizbaja va pensando en si le quedan patatas para la comida. Ha pensado en mezclarlas con unos calamares que le vendieron a buen precio este sábado en la pescadería donde el pescadero que tiene los labios deformados se queda siempre atascado mirando sus tetas. Eso la excita y procura llevar ropa ajustada a sus pechos: camisetas muy pasadas o prendas de lana fina que han dado toda su vida buen resultado. Le encanta hacer la compra los sábados por la mañana para sentirse superior a las prostitutas a las que encuentra en la frutería. El frutero la conoce por su nombre y, de cuando en cuando, incluso le pregunta por su madre y por su pueblo, como si alguna vez hubiesen tenido algo en común distinto de las manos manchadas por la arenilla que sueltan las patatas.

Lalo nunca se entera de esto, como de ninguna otra ocas que no quiere enterarse porque no le interesa.

Estoy tomándole cariño a esta mujer, no puedo evitarlo, y algún día la saludaré por la calle y ella no sab?á quién soy y no entenderá el saludo e igual se acuerde de cuando este verano me veía desde su ventana mirarla (¿ella sabía que me masturbaba o no sabía que me masturbaba?).

Se acordará de eso y estará tentada por (de) decirme algo, quizá un intento de resultar atractiva sin el morbo del voyerismo. Pero se cuidará de hacerlo por miedo a Lalo y por miedo al ridículo. Al fin y al cabo ella sabe que no es una mujer guapa aunque aún pueda resultar sexy.

Pero está haciendo la compra y el pescadero que le mira las tetas ha acabado con sus calamares y está mirando las tetas a la Puri, la puta que acaba de comprar medio kilo de melones antes que Maria Luisa en la frutería. ¡Será guarra! Pero no tiene na y luego dicen…

Maria Luisa siempre vuelve a casa cada sábado cuando cierran las tiendas para irse a comer y mientras prepara la comida para Lalo y ella se queda absorta en la arenilla de las patatas recordando a Juan, el novio que tuvo en Sepúlveda antes de venirse a Madrid a servir en casa de la amiga aquella de su tía Luci.

Juan había sido amable con ella, pero se cruzó en medio la Juani y se lo quitó, pero eso es porque la Juani era más tetona y a Juan le gustaban así. Pues ahí la tienes ahora, con sus cuatro críos y como una vaca lechera ¿No quería tetas?. Él tampoco había envejecido bien y es que pasarse tantas horas en el tractor a la intemperie no perdona.

Se le están empezando a pasar las patatas…

Ventana 20011119, Lunes

No puedo apenas ver y por eso me levanto de mi banquetita y voy al baño y doy la luz y pienso que tengo frío o siento que hoy tengo frío y no estoy fuera, en la calle.

La luz de la ventana está apagada porque Maria Luisa ha tenido que irse a cuidar a su madre que está a punto de morir en Sepúlveda.

Pero yo no quiero ir a Sepúlveda porque soy perezoso y me falta algo de disciplina para documentarme. Será por eso que prefiero la abstracción de mis poemas. No sé, a lo mejor no es por eso, porque eso llevó una fuerte labor investigadora en un mondo que no conocía.

¿Dónde se habrá metido Lalo hoy? Es un lunes doloroso, porque Azucena, la madre de Maria Luisa, iba a celebrar su septuagésimo cumpleaños junto a sus hijos pero no quieso ir el mayor y Mª Luisa solo fue porque Azucena estaba enferma.

No sé si quiero describir a esa mujer que no conozco llena de arrugas, con un vestido negro de paño, cerrado y sin adornos. Austera en gesto y alma, su cuerpo gordezuelo, sus manos arrugadas, venosas, azuladas, sus andares encorvados silenciosos en su casa de piedras que está en el fondo de una fotografía en blanco y negro que Lalo y Mª Luisa guardan en el cajón de la cómoda junto a su cama.

No tienen motivos para guardar allí esa fotografía pero no quieren suplantar el actual retrato de su boda sobre el cabecero del dormitorio.

Lalo está borracho discutiendo con el tendero sobre si va a pagar lo que dejó a deber su mujer. No sé por qué me duele tanto el estómago cuando me acuerdo de Lalo. Será que sé cómo va a morir y me espanta.

Hoy hace frío fuera y el alcohol se congela en sus sangre. Mª Luisa está a punto de calentar en el puchero negro una sopa con patatas, perejil, pimentón y cebolla para esta noche.

A lo mejor, vuelve mañana a casa.

Ventana 20011115

Aún me lo complico más, el más difícil todavía para que mi pajarera sea tan inconfortable que la mano quiera viajar como el hollín por el bosque, dejando huellas claras de la presencia humana.

No sé si fue represión o falta de tiempo porque necesitaba irme al servicio y dejé inacabada la ventana de ayer. Sus pechos nuestras miradas el morbo y todo eso.

Hoy vuelvo a ver una terraza oscura en la que un poco de luz sale entre las cortinas a la calle. Dentro está María Luisa con un camisón claro, bastante sucio, por cierto, sentada en la butaca de siempre. Lalo no ha llegado aún y ella no sabe si esa noche llegará a dormir. Nunca puede estar segura. Se entrelazan los nombres con otras naderías escritas y me siento bien al saber que el mundo avanza en espirales tetradimensionales por lo menos.

María Luisa está viendo su programa preferido frente al televisor que siempre está encendido emitiendo series interminables de su programa preferido. Todo es su programa preferido. Cualquier escape antes de asumir que las cuerdas de siempre sirven para otra cosa mejor que para tender sus calzoncillos.

No lo piensa pero lo piensa. Cuando está tan cansada que le pide a Fernanda, la del primero, que le suba la compra porque no puede más. Sus bracitos blancos como la leche muestran algún que otro cardenal de caídas accidentales o tropiezos con aristas de armarios que no la comprenden. Por eso a veces le gusta salir a su terraza en medio de la noche con su camisón claro bastante sucio y tocarse bajo las ropas, abrazarse, dejando que el frío la vivifique.

Ventana 20011112, Lunes

Cara de pánfilo. No hay nada como ver esa ventana para darse cuenta de que soy un pánfilo. A través de ella me veo suplicando a la realidad otra forma que no tiene, me veo intentando encontrar un poco de abono para las plantas de la casa, me veo llorando como hace milenios bajo la mesa azul.

En esa casa hay una mesa azul y yo estoy debajo. La pared tiene agujeros de los juegos de mis uñas mojadas en sudor. La pared es gris en el fondo de esos agujeros donde no llega el sonido del mundo. Un tipo al lado me mira dándome unas explicaciones que ni siquiera le he pedido y cuando voy a pagar me pregunto si me van a cobrar por las camisas desaparecidas.

Tengo cara de pánfilo. El dueño de la tienda mira con un ojo hacia el árabe que intenta justificar la desaparición y con el otro a mí. Me mira y a través de su cerebro liso me conecto con la situación. Es una ventana que como espejo muestra lo que está pasando mirado por mí: No sé mirar.

Tengo ganas de irme y de llorar.

Pienso si la camisa negra que llevaré a Londres está entre las seleccionadas y me voy. Salgo a la calle con 11 camisas pensando que tenía que hacer algo y al mismo tiempo pensando que esa ocasión es muy buena para escribir un relato titulado Cara de pánfilo, autobiográfico, por supuesto, pero no sé si lo escribiré o lo introduciré a capón en la ventana de enfrente para sacarlo con el abrebotellas de mi perseverancia.

En la ventana hay un niño llorando que no encuentra la mesa azul. Se siente viejo y cansado y no tiene ganas de llorar, pero llora porque no encuentra la mesa… No hay forma de huir, no hay forma de huir.

Con cara de pánfilo mira hacia mí y ve un espejo en el que se refleja él, que es otro espejo…


Hoy que está todo oscuro empiezo a ver algo a través de esa luz ciega, a través de esa noche imposible. Empiezo a ver luz en la tiniebla, un hilillo de fe en mí, perdido siempre en la nadatodo.

Me duele la tripa, casi me salgo completo. Encaramado en mi pajarera me siento ridículo e incómodo, pero más fuerte, con letras que hacen hombres, hembras, rajas copónicas y cortas costras arañando el perfil de vientos que azota la terraza. Las dos cuerdas silban, las pinzas son el cuerpo del violín que me viola, en esta postura idiota, mojado en sudor y cansado; pero fuerte fuerte, aún más fuerte, como a punto de fritar y soltar el animal que me habita y vuela, volará a la terrazas con las garras enhiestas, arrancará las entrañas de esa mujer que un día vi tendiendo y permitió mientras me miraba que me masturbase dibujando con mis ojos su silueta de verano. Llevaba poca ropa y yo tan solo unos calzoncillos azules de tipo slip en los que introduje mi mano derecha para calentarme, aunque era verano y hacía calor. Eran las 6 de la tarde y se veía perfectamente, tan perfectamente que se veía mejor que si no se viese. Esto, parece absurdo, pero, en realidad, lo es.

Podía ver sus pechos abultados bajo su camiseta de algodón blanca, dos tirantes gastados sujetos a los hombros, llenos de ganas de ser acariciados.

Se me llenó la boca de saliva…

Esto no es una broma