Paraguas

Qué fragilidad la de un paraguas que es dejado en un cubo de basura, después de habernos servido bien. Es un objeto algo perverso, que puede aniquilar a más de uno. Cuando Madrid se llena de paraguas la ciudad se vuelve difícil de transitar caminando. Debería ser habilitado un carril paraguas, igual que un carril bici o un carril perro.
Ya que demostramos ser incapaces (según dicen) de llegar a una convivencia pacífica que debe ser constantemente regulada, reglamentada, como en el caso de la famosa ley antitabaco (en lugares públicos, matizo), parece razonable lo absurdo: que regulemos todo lo que pueda ser causa de daños a terceros sin cesar hasta caer en los ridículos mencionados… aunque quizá algún día no parezcan tan ridículos.
En el mundo de las milongas (donde se baila tango social) cada vez hay más preocupación al respecto del respeto: se habla sin parar de la necesidad de respetar la circulación, de no golpear, de evitar confrontaciones con el otro, de no dañar a nadie en lo más mínimo. Y me parece razonable… hasta un punto.
El respeto nunca estará relacionado con la prohibición, con la obligación ni con nada coercitivo. El respeto debe partir siempre de la mirada hacia la otredad, pero por ambas partes, sabiendo que debe convivir con una tolerancia que se demuestra en la molestia, no en la no molestia, no soy tolerante o no demuestro serlo cuando algo no me molesta y lo aguanto, sino, al contrario, cuando algo me molesta y lo aguanto.
Pero ¿cuánto he de aguantar? ¿cuándo debo pasar a ser intolerante?
No tengo la respuesta.
Pero sé que tiene que ver con la flexibilidad, con la capacidad para la convivencia… y no sé tampoco cómo se puede enseñar esto. ¡Qué poco sé!
Pero algo sé al respecto: la inflexibilidad y la intolerancia, la prohibición y la obligación, también enseñan; enseñan que no es preciso aprender a respetar ni convivir, que es algo que ya nos dirán (¿quienes?) cómo hacer.

Y yo en este artículo pretendía hablar de la crisis y la metáfora de un objeto desechable como paradigma de la cultura del derroche, del consumo encadenante, de la falta de conciencia… pero claro, hemos llegado a otro punto en el que la falta de conciencia es evidente.
Y seguimos.
Y seguimos.
Y seguimos.

Un clavo

El Clavo en la paredMe gusta encontrarme con detalles. Es algo que hago de cuando en cuando para disfrutar de una mirada que no suelo tener. Ver lo pequeño, lo casi insignificante, lo más cotidiano que cotidiano, podríamos decir, incluso, que vulgar… y darme cuenta de lo evocador que es, que resulta, una mirada a la realidad extraordinaria que hay en cada pequeño pedacito de la misma.
Me recuerda esa idea de que el mundo entero está en la punta de una aguja. Sí.
Este clavo/escuadra que no es un clavo, que quizá no era más que un pedazo de hierro penetrando un taco demasiado ancho para él. Sobre una pared algo tocada, indicando que había sostenido un cuadro, una imagen, que quizá contenía la foto de un taco del que asomaba una alcayata. Escarpia viril y solitaria, amante de la pared. Puedo ver en este clavo una metáfora, un poema de vida y muerte, un bello guiño de la realidad, también un corte de manga (lo que me recuerda unas acciones que fue invitado a hacer Isidoro Valcárcel Medina en Madrid, eligiendo para ello calles cuyos nombres hacían alusión a un corte de mangas, él siempre tan inteligente).
Me gusta lo que ve la cámara cuando, en modo “macro” se acerca a un detalle, cómo se desdibuja el fondo, se pierde en una especie de continuo, como si la realidad mostrara en este pequeño experimento su naturaleza dual: concreta y discreta, partícula y onda.
Me gustan los detalles. Me hacen sentir que la realidad es infinita. Me recuerdan que debo seguir mirando para encontrar sorpresas, para encontrar belleza, como de la que hablaba Lautreamont, la del encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de escribir y un paraguas. Me gusta mirar para recordar que ahí, justo debajo de mis ojos, está la poesía, esperándome, esperando ser encontrada y revelada. De ahí la fotografía.

Esto no es una broma